Los
celos, el miedo, la envidia, el deseo, la vanidad, el exhibicionismo,
tiene todo la misma raíz. Los celos, nos impelan a actuar, a hacer algo
para poder superarlos. Aunque superarlos queriendo hacer o ser más que
otro, eso nos lleva al desastre de la amargura. Una persona en un ataque
de celos, es capaz de inventar y mentir con tal de justificarse la
carencia que creemos tener, o superar a esa persona a la que tenemos celos.
Cada uno es de una manera peculiar para hacer cualquier cosa: un sastre
es capaz de confeccionar un traje o vestido, camisas y chaquetas; un
cocinero es capaz de hacer platos diversos; ¿por qué habríamos de estar
celosos de que sean buenos sastres y buenos cocineros? Uno tiene que
descubrir la raíz de esos celos que nos destruyen, nos hacen feos y
peligrosos. Y veremos cómo se trata, como si tuviéramos un complejo de
inferioridad, al encontrarnos y sentirnos solos. Pero, la soledad se ha
de comprender al ver que todos también estamos solos, aunque estemos
rodeados de miles, millones de personas. Pues, uno es el resto de la
humanidad, es decir, uno es igual a todos los demás: padecemos alegrías,
tristezas, frustraciones y desengaños, sentimos esa soledad
inconsolable, desgarradora.
¿Podemos ser conscientes de esa soledad,
donde nadie nos puede ayudar, sin huir de ella, ver todo su proceso sin
querer cambiarlo, estando con ella? Si eso es posible, entonces esa
soledad se convierte en algo afortunado, fuente de dicha y felicidad, al
dejar de estar divididos y fragmentado de la situación en que vivo. Es
así como uno está a salvo del ‘yo’, pues el ‘yo’ para operar necesita
que el pensamiento opere, genere sus infinitos problemas. Pero donde hay
atención total, donde está esa dicha, que es lo sagrado, el invento del
‘yo’ no puede ser.
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