Incógnito
Las vidas secretas del cerebro
Si la mente consciente –la
parte que consideramos nuestro «yo»– no es más que la punta del iceberg,
¿qué es lo que hace, entretanto, el resto?
En su nuevo libro, brillante y
provocativo, David Eagleman, un reconocido científico que trabaja en el
campo de las neurociencias, navega por las profundidades del cerebro
subconsciente para iluminar misterios soprendentes: ¿por qué nuestro pie
avanza hacia el pedal del freno antes de que percibamos un peligro
inminente? ¿Por qué nos damos cuenta de que alguien ha dicho nuestro
nombre en una conversación que no estábamos escuchando? ¿Qué tienen en
común Ulises y la contracción del crédito? ¿Por qué Thomas Alva Edison
electrocutó un elefante en 1916? ¿Por qué las personas cuyo nombre
comienza con «j» tienen mayores posibilidades de casarse con otras
personas cuyo nombre también comienza con esta letra? ¿Por qué es tan
difícil guardar un secreto? ¿Y cómo es posible enfurecerse con uno
mismo? ¿Con quién está uno enfurecido en realidad?
Tratando temas y hechos tan diversos como
los daños cerebrales, la observación de aviones, las drogas, la belleza,
la infidelidad, la sinestesia, el derecho penal, la inteligencia
artificial y los espejismos, Incógnito nos conduce por una fascinante exploración de la mente, de sus contradicciones y de lo que se oculta bajo su superficie.
«Incógnito
nos ofrece una versión notable de las consecuencias que tiene para
nosotros el ascenso de la neurociencia como un instrumento para pensar
el mundo... Según Eagleman, nos pone ante la última frontera de nuestra
pequeñez y contingencia: la comprensión de que la conciencia no es el
centro de la mente sino una función limitada y ambivalente en un vasto
circuito de funciones neurológicas no conscientes. De ahí que la mayoría
de nuestras operaciones mentales ocurran “de incógnito”. Pero no
debemos preocuparnos por este “descentramiento”, porque la ciencia
también nos muestra que el cerebro y la mente y la vida son aún más
maravillosas y emocionantes de lo que habíamos pensado hasta ahora»
(Alexander Linklater, The Observer).
«Un ejemplo brillante de escritura
científica inteligente, atractiva, fácil de comprender... Un libro sobre
cosas que es imposible pensar, y sobre otras que no podemos dejar de
pensar» (Laurence Phelan, The Independent).
«Un libro para disfrutar, lleno de
información que nos interesará a todos sobre uno de nuestros temas
favoritos: nosotros mismos» (B. Clegg, Popular Science).
«Incógnito
trata de modificar nuestra noción de la mente como un actor único y
consciente mediante la descripción de cómo trabaja realmente el cerebro
según las investigaciones más recientes. Y el libro culmina con un
inteligente, polémico alegato a favor de modificar la política social y
el sistema legal para reconocer que no somos, ni mucho menos, totalmente
responsables de nuestros actos» (Christopher F. Chabris, The Wall Street Journal).
Este
sábado pasado, Javier Sampedro en Babelia consideraba "obra
maestra" Incógnito: Las vidas secretas del cerebro de David Eagleman, el
primero de él que se publica en España, por la siempre alerta Anagrama, que
últimamente nos está dando muchas alegrías.
Estamos totalmente de acuerdo con
Sampedro y recomendamos la lectura de ese libro sobre el cerebro y sus
misterios.
Extrañamente
en la contraportada no se menciona el primer libro de este autor que tuvo
muchísimo éxito gracias a su inteligencia y su brevedad, el Sum. Forty Tales of the Afterlive, de 2009, elogiado por gente tan variada como Geoff
Dyer, Will Self, Stephen Fry o Brian Eno, el músico con el que luego
colaboraría nuestro joven autor, nacido en 1971 en las cercanías de
Albuquerque, como ese otro científico loco que bordea los límites morales en la
serie "Breaking Bad".
Espoleado
por la máxima volteriana de que "la incertidumbre es incómoda, pero la
certeza es absurda", en aquel librito, de verdadera inspiración borgiana,
imaginaba 40 posibles situaciones tras la muerte, con algunas confrontaciones
delirantes con dioses polimorfos: en uno Dios es una bacteria implicada en
nanobatallas que ignoran absolutamente la existencia del hombre, que queda como
un substrato nutricional indeterminado junto al resto de animales y vida.
En otro, la persona vuelve a vivir su vida pero por packs temáticos temporales
sucesivos: primero duerme durante 30 años, luego espera semanas delante de un
semáforo rojo, semanas duchándose, meses sentado en la taza del lavabo, meses
comiendo, seis días cortándose las uñas and so on...En uno de ellos, la gente
vuelve a vivir pero sólo como secundario de la vida de otro, pasando por allá
detrás al fondo cuando el otro conoce al amor de su vida, etc., etc. O
retrata el cielo/infierno como una burocracia en la que dios ha perdido el
control del papeleo... Entre las certezas paralelamente absurdas de las
religiones y el ateísmo, un sinfín de posibilidades e hipótesis excesivas
animan la vida científica con la pasión arcaica.
Un
auténtico caso de científico literato cuyo campo de especialidad es el cerebro
y la consciencia y el resto de actividad cerebral y que desde su laboratorio en
Houston —seguro que se hacen bromas sobre "tenemos un problema"—
realiza cientos de experimentos sobre la percepción temporal con personas que
tuvieron accidentes, con quienes recuerdan los larguísimos veranos de su
infancia, con músicos que tocan la batería con su finísimo sentido del tempo,
etc. En 2011, el periodista Burkhard Bilger del New Yorker publicó un perfil de
Eagleman en el que éste le explica que le mordió una oruga venenosa y sufrió
una inflamación; empezó entonces a recopilar informes de hospitales
estadounidenses haciendo un mapa de esa oruga mordedora y publicó un informe en
Clinical Toxicology: "y hasta resulta que soy el experto mundial en esa
oruguita".
El
último capítulo de Incógnito, «La vida después de la monarquía», comienza con
una cita de The Immense Journey, de Loren Eiseley, un libro fascinante,
que he visto citado a menudo, incluso en la novela de Richard Powers, The Echo Maker: todas las citas son estupendas y el libro sigue sin
traducirse al castellano... La prosa de los naturalistas americanos, desde
Thoreau hasta Amy Leach, no deja de ser inspiradora: la letra frente al infinito
sublime, la hermandad con el resto de vida sobre la tierra, rastro que
puede observarse en escritores como Lydia Millet, que acaba de concluir con
Magnificence la trilogía que comenzó con How the dead dream, también sin
traducir... En unos días —el 28 de febrero— se darán a conocer los
National Book Critic Awards, donde ella es finalista.
La
maravilla continúa: libros estupendos que dan pistas de otros libros
estupendos, en una magnífica cadena infinita, mientras el cuerpo —y ese
cerebro, por el que tendríamos que tener el mismo vértigo metafísico que
ante el resto del cosmos, según dice Sampedro— aguante...
José, de Laie Pau Claris
Según
Pausanias, a la entrada del templo griego de Apolo en Delfos figuraba de
manera prominente el siguiente aforismo: “Conócete a ti mismo”.
Eagleman utiliza este sabio consejo para marcar el rumbo de su obra, que
dirige con mano firme a través de un océano plagado de anécdotas,
evidencias científicas y explicaciones ingeniosas que el autor entrelaza
en un lenguaje sencillo, ameno y sumamente directo. El objetivo de Incógnito. Las vidas secretas del cerebro es que nos conozcamos a nosotros mismos y para ello Eagleman echa mano de los numerosos avances ocurridos en las últimas décadas dentro de la neurociencia cognitiva,
disciplina actualmente en plena efervescencia y que, gracias a una
tecnología cada vez más sofisticada y sorprendente para conocer nuestro
cerebro, nos está permitiendo, efectivamente, conocernos a nosotros
mismos. Conocernos de verdad.
El resultado puede parecer un tanto decepcionante, pues no es otro sino un último (uno más) de los sucesivos destronamientos que ha sufrido la especie humana a lo largo de la historia reciente, comenzando con el descubrimiento de Galileo de que no vivimos en el centro del Universo, sino en un planeta más. A este destronamiento le siguieron otros, quizá el más significativo de la mano de Darwin, que relegó a nuestra especie a una simple rama más del superpoblado reino animal. Lo que la neurociencia está descubriendo ahora es que eso que llamamos consciencia es poco o nada relevante. La consciencia no sería sino la mínima punta de un enorme iceberg compuesto, en sus partes más oscuras y recónditas, de numerosos mecanismos mentales -o cerebrales, pues para el caso sería lo mismo- a los que la consciencia tiene vedado el acceso. A ella llegaría sólo el resultado, el producto final, del enorme trabajo conjunto -en equipo-, y en competición de unos con otros, de esos mecanismos de decisión, de razonamiento, de percepción, de puntos de vista que Eagleman denomina el equipo de rivales. Sólo unos pocos acabarían ganando la partida y sólo algunos de sus resultados aflorarán en la consciencia. Como consecuencia, no somos dueños de nuestros actos; en realidad, nadie es dueño de nada. En palabras de Eagleman, “¿Cómo es posible que uno se enfade consigo mismo? ¿Quién, exactamente, está enfadado con quién?”.
Pero que la visión del ser humano como un individuo caracterizado por su consciencia deba ser sustituida por la de un individuo en el que pugnan numerosos mecanismos inconscientes de decisión y solución de problemas no tiene por qué ser una desgracia. Eagleman es optimista a este respecto: al igual que ocurrió con los descubrimientos de Galileo, Darwin, y de tantos otros, conocer la realidad no es sino abrir los ojos a un mundo nuevo mucho más rico e interesante, descubrir las sorprendentes maravillas de la naturaleza y del universo. Conocer la realidad es no sólo deseable sino que puede ayudar a mejorar las cosas.
Precisamente una de las facetas que más preocupan a Eagleman y donde propone un futuro relevante para aplicar esta nueva concepción del ser humano es el sistema legal. Si la realidad del “libre albedrío” parece algo dudoso desde la neurociencia, las consecuencias no pueden ser ignoradas por nuestra sociedad. Con argumentos contundentes, Eagleman propone desterrar para siempre el término responsabilidad en el contexto de la justicia, debiendo ser sustituido por el de modificabilidad. Si nuestra mente consiste en un equipo de rivales, habrá que ayudar al individuo que haya delinquido a que en él no ganen siempre determinados miembros de ese equipo, sino otros, más acordes con los valores sociales y legales establecidos. La tecnología neurocientífica puede ayudar a este respecto, pues podría utilizarse para entrenar a los individuos a controlar cuáles de esos rivales cerebrales deben ganar la partida. Sólo deberían ser apartadas de la sociedad aquellas personas que no consigan este control.
Es una visión tradicional y estereotipada que los científicos no solemos dar a conocer nuestros resultados a la sociedad, que utilizamos un leguaje oscuro para que nadie entienda lo que hacemos en los confines de nuestros laboratorios. Eagleman es uno de los numerosos autores que en los últimos años están contribuyendo a romper definitivamente este tópico, esforzándose no sólo para que todo el mundo entienda lo que ya vamos sabiendo, sino por contribuir a mejorar nuestra sociedad gracias a esos descubrimientos.
El resultado puede parecer un tanto decepcionante, pues no es otro sino un último (uno más) de los sucesivos destronamientos que ha sufrido la especie humana a lo largo de la historia reciente, comenzando con el descubrimiento de Galileo de que no vivimos en el centro del Universo, sino en un planeta más. A este destronamiento le siguieron otros, quizá el más significativo de la mano de Darwin, que relegó a nuestra especie a una simple rama más del superpoblado reino animal. Lo que la neurociencia está descubriendo ahora es que eso que llamamos consciencia es poco o nada relevante. La consciencia no sería sino la mínima punta de un enorme iceberg compuesto, en sus partes más oscuras y recónditas, de numerosos mecanismos mentales -o cerebrales, pues para el caso sería lo mismo- a los que la consciencia tiene vedado el acceso. A ella llegaría sólo el resultado, el producto final, del enorme trabajo conjunto -en equipo-, y en competición de unos con otros, de esos mecanismos de decisión, de razonamiento, de percepción, de puntos de vista que Eagleman denomina el equipo de rivales. Sólo unos pocos acabarían ganando la partida y sólo algunos de sus resultados aflorarán en la consciencia. Como consecuencia, no somos dueños de nuestros actos; en realidad, nadie es dueño de nada. En palabras de Eagleman, “¿Cómo es posible que uno se enfade consigo mismo? ¿Quién, exactamente, está enfadado con quién?”.
Pero que la visión del ser humano como un individuo caracterizado por su consciencia deba ser sustituida por la de un individuo en el que pugnan numerosos mecanismos inconscientes de decisión y solución de problemas no tiene por qué ser una desgracia. Eagleman es optimista a este respecto: al igual que ocurrió con los descubrimientos de Galileo, Darwin, y de tantos otros, conocer la realidad no es sino abrir los ojos a un mundo nuevo mucho más rico e interesante, descubrir las sorprendentes maravillas de la naturaleza y del universo. Conocer la realidad es no sólo deseable sino que puede ayudar a mejorar las cosas.
Precisamente una de las facetas que más preocupan a Eagleman y donde propone un futuro relevante para aplicar esta nueva concepción del ser humano es el sistema legal. Si la realidad del “libre albedrío” parece algo dudoso desde la neurociencia, las consecuencias no pueden ser ignoradas por nuestra sociedad. Con argumentos contundentes, Eagleman propone desterrar para siempre el término responsabilidad en el contexto de la justicia, debiendo ser sustituido por el de modificabilidad. Si nuestra mente consiste en un equipo de rivales, habrá que ayudar al individuo que haya delinquido a que en él no ganen siempre determinados miembros de ese equipo, sino otros, más acordes con los valores sociales y legales establecidos. La tecnología neurocientífica puede ayudar a este respecto, pues podría utilizarse para entrenar a los individuos a controlar cuáles de esos rivales cerebrales deben ganar la partida. Sólo deberían ser apartadas de la sociedad aquellas personas que no consigan este control.
Es una visión tradicional y estereotipada que los científicos no solemos dar a conocer nuestros resultados a la sociedad, que utilizamos un leguaje oscuro para que nadie entienda lo que hacemos en los confines de nuestros laboratorios. Eagleman es uno de los numerosos autores que en los últimos años están contribuyendo a romper definitivamente este tópico, esforzándose no sólo para que todo el mundo entienda lo que ya vamos sabiendo, sino por contribuir a mejorar nuestra sociedad gracias a esos descubrimientos.
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