Este es el cuarto y último
artículo del monográfico titulado "Destruyendo los mitos sobre los
diagnósticos y los psicofármacos en salud mental", donde se revisa la
obra de Irving Kirsch, Robert Whitaker y Daniel Carlat (más información aquí)
Daniel Carlat, conocido psiquiatra de EE.UU., en su obra titulada
Unhinged: The Trouble with Psychiatry—A Doctor’s Revelations About a
Profession in Crisis (Los trastornados: El problema con la psiquiatría-
las revelaciones de un médico relacionadas con una profesión en crisis),
aporta un interesante punto de vista sobre las causas y consecuencias
de la incorporación de los psicofármacos en la psiquiatría.
Con
una asombrosa mirada crítica hacia la profesión a la que pertenece,
Carlat explica los intereses que impulsaron el cambio en la
conceptualización de los trastornos mentales, en la década de los 80,
hacia un modelo exclusivamente bioquímico, así como la nefasta
influencia que ha supuesto la industria farmacéutica en la práctica de
la psiquiatría. Según detalla en su libro, estamos inmersos en una época
que él denomina como "el frenesí de los diagnósticos psiquiátricos" y que se evidencia en la constante incorporación de nuevos trastornos mentales
en cada edición del DSM (manual de la Asociación Americana de
Psiquiatría que establece los criterios de diagnóstico para todos los
trastornos mentales), y en el increíble aumento de diagnósticos de enfermedad mental,
no sólo en adultos, sino, lo que es más grave, en niños y adolescentes,
con el consiguiente uso generalizado e indiscriminado de psicofármacos
en estas edades, a pesar de los graves riesgos que conllevan.
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1. Los intereses que motivaron el cambio de paradigma en la consideración de los trastornos mentales.
Carlat reconoce que la historia de la psiquiatría experimentó un notable cambio tras la introducción de los psicofármacos en la década de 1950
y su posterior expansión en la década de 1980. Hasta esa fecha, la
psiquiatría mostraba poco o escaso interés en los aspectos biológicos de
la enfermedad mental. Por el contrario, se suscribía a la concepción
freudiana de que la enfermedad mental tiene sus raíces en conflictos
inconscientes, por lo general, desarrollados en la etapa infantil.
En el momento en que se lanzaron al mercado los
psicofármacos, apoyados en la idea de que el trastorno mental está
causado principalmente por un desequilibrio químico en el cerebro que
puede ser corregido, esta teoría empezó a ser ampliamente aceptada por
los medios de comunicación, el público general y la profesión médica.
No obstante, Carlat considera que los esfuerzos realizados para cambiar el paradigma de la psiquiatría hacia un modelo bioquímico,
fueron deliberados y promovidos por diferentes agentes que se
beneficiaron de este cambio, situando en el punto de mira a la
Asociación Americana de Psiquiatría y a las compañías farmacéuticas,
pero también a otros grupos de interés.
La psiquiatría estaba especialmente interesada en
introducir el modelo bioquímico de la enfermedad mental, explica Carlat,
ya que la medicalización de la psiquiatría que este modelo defendía,
situó a esta rama de la medicina a la altura del resto de especialidades
médicas, identificándola, sin lugar a dudas, como una disciplina científica.
Además, los psiquiatras, al ser doctores en medicina y representar la
autoridad legal para la prescripción de psicofármacos, pasaron a ocupar
el primer puesto en la intervención de la enfermedad mental -relegando a
otros profesionales dedicados a la intervención en salud mental a
puestos auxiliares-. Con la introducción de los psicofármacos, los
psiquiatras comenzaron a referirse a sí mismos como "psicofarmacólogos",
mostrando menos interés en la exploración de las historias de vida de
sus pacientes y centrando sus actuaciones en eliminar o reducir los
síntomas mediante medicamentos capaces de alterar la función cerebral.
Este cambio coincidió en el tiempo con el proceso de elaboración de la tercera edición del DSM por
parte de la Asociación Americana de Psiquiatría. Tal y como narra
Carlat, el responsable de la coordinación de este proyecto, Robert Spitzer, se propuso que ese manual representase "una defensa del modelo médico aplicado a los problemas psiquiátricos",
a diferencia de las dos anteriores ediciones del DSM, publicadas en
1952 y 1968, que reflejaban la visión freudiana de la enfermedad mental y
eran poco conocidas fuera del ámbito de la psiquiatría. Esta tercera
edición del DSM introdujo, de esta manera, un nuevo modelo para
establecer el diagnóstico de la enfermedad mental, con la finalidad de
dar consistencia (o "fiabilidad") a este proceso, es decir, asegurarse
de que diferentes psiquiatras que vieran al mismo paciente mostrarían su
acuerdo en el diagnóstico. Para ello, cada trastorno mental fue
definido sobre la base de una lista de síntomas y se determinó un umbral
numérico (por ej., 5 síntomas de una lista de 10) para asignar el
diagnóstico al paciente. Este proceso de decisión fue determinado por
grupos de expertos. En palabras del propio presidente de la Asociación
Americana de Psiquiatría en aquel momento: con el DSM-III se pretendía "dejar claro, a cualquiera que tuviera dudas, que la psiquiatría es una especialidad médica".
El DSM-III, además de suponer un importante "lavado de imagen" de la psiquiatría, se desarrolló, tal y como argumenta Carlat, para justificar el uso de fármacos psicoactivos. La presidenta de la APA del año pasado, Carol Bernstein, lo reconoció de hecho: "fue una medida necesaria en la década de 1970" (...) "para
facilitar la concordancia diagnóstica entre los médicos, científicos y
autoridades reguladoras, dada la necesidad de ajustar los pacientes a
los tratamientos farmacológicos de reciente aparición".
Gracias a estos cambios, el DSM-III se convirtió en
la "Biblia de la psiquiatría", comenzando a universalizarse su uso en
todos los ámbitos: comunidad de psiquiatras, compañías de seguros,
hospitales, tribunales, prisiones, escuelas, equipos de investigación,
agencias gubernamentales y otros colectivos médicos.
Sin embargo, el desarrollo del DSM-III (y de las
posteriores ediciones de este manual) no ha estado exento de polémica.
Spitzer recibió críticas por situar en el grupo de trabajo del DSM-III
exclusivamente a psiquiatras que "estaban de acuerdo con él" (tal
y como el propio Spitzer manifestó a los medios) y recibió quejas sobre
las pocas reuniones que convocó y su forma de trabajar poco coherente y
prepotente. En un artículo de 1984 titulado "Las desventajas del DSM-III son mayores que sus ventajas" (The Disadvantages of DSM-III Outweigh Its Advantages) George Vaillant, profesor de psiquiatría de la Escuela Médica de Harvard, manifestó que el DSM-III representaba "una serie de decisiones atrevidas basadas en suposiciones, preferencias, prejuicios y expectativas".
Tal y como señala Marcia Angell, en la revisión que hace de la obra de Carlat en la publicación The New York Review of Books: "el
DSM no sólo se había convertido en la biblia de la psiquiatría, sino,
al igual que la Biblia de verdad, dependía en gran medida de algo
parecido a la revelación. No hay citas de los estudios científicos que apoyan las decisiones. Esto es una omisión sorprendente,
ya que en todas las publicaciones médicas, ya sea artículos de revistas
o libros de texto, se supone que las afirmaciones están apoyadas en las
citas de estudios científicos publicados (...) El problema con el DSM
es que en todas sus ediciones ha reflejado simplemente las opiniones de
sus autores".
A medida que la psiquiatría se convirtió en una
especialidad basada en la administración de fármacos, la industria
farmacéutica no tardó en ver las ventajas de formar una alianza con la
profesión psiquiátrica, argumenta Carlat. Las compañías farmacéuticas
comenzaron a prodigar su atención y generosidad hacia este colectivo, a
través de regalos, contratos como consultores y conferenciantes,
invitaciones a comidas, ayudas para asistencias a congresos y
conferencias... Según los datos proporcionados por este autor, alrededor
de una quinta parte de la financiación de la Asociación Americana de
Psiquiatría proviene ahora de las compañías farmacéuticas. Cuando en EE.UU. se implementaron "Las Leyes de Transparencia" (Sunshine laws), que requieren que las compañías farmacéuticas informen de todas las retribuciones realizadas a médicos, se constató que los psiquiatras constituían el colectivo que más dinero recibía en comparación con el resto de especialidades.
La razón principal para establecer esta fuerte alianza con la psiquiatría radica, según Carlat, en que los diagnósticos en salud mental, "son subjetivos y ampliables (...).
A diferencia de las enfermedades que se tratan en la mayoría de las
otras ramas de la medicina, no se dispone de signos objetivos o pruebas
clínicas de enfermedad mental (no hay datos de laboratorio o de
resonancia magnética) y los límites entre lo normal y lo patológico no
están claros. Esta circunstancia hace que sea posible ampliar las
fronteras del diagnóstico o incluso crear nuevos diagnósticos, algo que
sería imposible, por ejemplo, en un campo como el de la cardiología. Y
las compañías farmacéuticas están plenamente interesadas en persuadir a
los psiquiatras para promover precisamente esto".
Cuando el DSM-III se publicó en 1980, contenía un
total de 265 categorías diagnósticas (frente a las 162 de la edición
anterior). El DSM-III fue sustituido por el DSM-III-R en 1987, el DSM-IV
en 1994, y la versión actual, el DSM-IV-TR (texto revisado) en el año
2000, que cuenta con 365 diagnósticos. "Con cada edición posterior", escribe Daniel Carlat, "el número de categorías de diagnóstico se multiplica,
y los manuales empiezan a ser más voluminosos y más caros. Cada manual
diagnóstico se ha convertido en un best seller de la APA, y el DSM
supone una de las principales fuentes de ingresos de la organización". El DSM-IV ha supuesto la venta de más de un millón de copias.
Y la carrera continúa, señala Carlat con preocupación. Actualmente se está desarrollando la quinta revisión del DSM,
cuya publicación está prevista para el próximo año. Al igual que con
las ediciones anteriores, parece que la amplia constelación de
trastornos mentales existente va a ser todavía mayor. En concreto,
además de nuevas categorías, los límites del diagnóstico se van a
ampliar para incluir a los precursores de las enfermedades, como por
ejemplo, "el síndrome del riesgo de psicosis" y "el deterioro cognitivo
leve" y el término "espectro" se va a utilizar para ampliar los casos
dentro de las categorías, a través de "los trastornos del espectro
obsesivo-compulsivo" o "los trastornos del espectro de la
esquizofrenia". Incluso Allen Frances, presidente del grupo de
trabajo del DSM-IV, se ha mostrado muy crítico con la expansión de
diagnósticos que está prevista en el DSM-V. En un artículo del Psychiatric Times del 26 de junio de 2009, Frances escribió: "el
DSM-V será una bonanza para la industria farmacéutica, pero a costa de
un enorme sufrimiento para los nuevos pacientes falsos positivos que
queden atrapados en la excesiva amplia red del DSM-V".
Esta misma semana, hemos tenido conocimiento que el
DSM-V también se ha propuesto convertir la timidez y la rebeldía en
nuevos trastornos mentales, lo que ha provocado la oposición de miles de
profesionales de la salud mental, que han iniciado una campaña de
recogida de firmas solicitando la anulación de estas propuestas.
2. La psiquiatría: una profesión en crisis.
Carlat realiza una dura crítica a la profesión de la psiquiatría, a la que califica como "una profesión en crisis", desmitificando la figura de este profesional. Al
igual que la mayoría de otros psiquiatras, Carlat basa su intervención
en proporcionar tratamiento farmacológico, no psicológico, y es sincero
acerca de las ventajas de esta manera de proceder: permite ver a más
pacientes en menos tiempo, aumentando el rendimiento económico.
Por otro lado, Carlat no considera que la psicofarmacología sea especialmente complicada, y mucho menos precisa, aunque al público se le hace creer que los psiquiatras son unos expertos científicos: "Esta
concepción exagerada de nuestras capacidades ha sido alentada por las
compañías farmacéuticas, por los mismos psiquiatras y por las
expectativas de nuestros pacientes", defiende. Según
manifiesta Carlat, el trabajo de los psiquiatras consiste en realizar
una serie de preguntas a los pacientes sobre sus síntomas para ver si
encajan con alguno de los trastornos mentales del DSM. Este ejercicio de
correspondencia, añade, ofrece "la ilusión de que entendemos a nuestros pacientes, cuando lo único que estamos haciendo es asignarles etiquetas". A menudo los pacientes cumplen los criterios para más de un diagnóstico, ya que hay una superposición de síntomas. "Abordamos
los síntomas principales con tratamiento farmacológico, y otros
fármacos se suceden para tratar los efectos secundarios", por lo
que, tal y como observa Carlat en su quehacer diario, un paciente típico
acaba tomando un antidepresivo para la depresión, otro fármaco para la
ansiedad, otro para el insomnio, otro para la fatiga (que se manifiesta
como efecto secundario del antidepresivo) y otro para la impotencia
(también un efecto secundario del antidepresivo).
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En cuanto a los propios medicamentos, Carlat escribe que en el amplio espectro de psicofármacos "sólo hay un puñado de categorías paraguas",
dentro de las cuales los medicamentos no son muy diferentes los unos de
los otros. Carlat afirma que no hay una razón de fuerza mayor para
elegir entre unos y otros. "En un grado notable, nuestra elección de los medicamentos es subjetiva, incluso al azar". Y, concluye: "Tal
es la psicofarmacología moderna: guiados exclusivamente por los
síntomas, probamos con diferentes fármacos, sin una concepción real de
lo que estamos tratando de arreglar, o de cómo los medicamentos están
funcionando. Me asombro constantemente de que resultemos tan eficaces
para tantos pacientes".
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3. Las consecuencias del frenesí de los diagnósticos psiquiátricos.
Si bien Carlat considera que los psicofármacos pueden resultar efectivos en algunos casos, se opone firmemente al uso excesivo y abusivo que se hace de ellos y a lo que él llama el "frenesí de los diagnósticos psiquiátricos". Como él mismo dice, "si
le preguntas a cualquier psiquiatra en la práctica clínica,
incluyéndome a mí, si los antidepresivos funcionan en sus pacientes, se
escuchará un inequívoco: sí. Vemos que la gente está mejorando todo el
tiempo". No obstante, Carlat se pregunta posteriormente si lo que
realmente está sucediendo podría ser resultado de un efecto placebo
activo (como ha demostrado Irving Kirsch con su línea de investigación) y
añade: "si los psicofármacos no son tan buenos como parece -y la
evidencia señala que no- ¿qué pasa con los propios diagnósticos? A
medida que se multiplican con cada edición del DSM, ¿qué vamos a hacer
con ellos?".
A Carlat le preocupa, por encima de todo, el incremento de diagnósticos psiquiátricos en la infancia,
donde algunos trastornos aparecen y desaparecen influidos más bien por
modas pasajeras que por datos avalados por la evidencia, lo que ha
provocado que hoy en día sea extremadamente difícil encontrar a un niño
de dos años "que no sea irritable a veces", o un niño de quinto curso "que no presente algún problema de atención". No
obstante, la gravedad de la situación radica en la consecuencia directa
de este frenesí de diagnósticos psiquiátricos a estas edades: la
consiguiente prescripción de fármacos en niños, algunos de ellos con efectos devastadores. "La
industria farmacéutica influye en los psiquiatras a la hora de recetar
psicofármacos, incluso para los grupos de pacientes en los que los
medicamentos no han demostrado ser seguros y eficaces", señala Carlat con consternación.
En definitiva, la obra de Carlat supone una crítica abierta al uso indiscriminado de psicofármacos,
que, según analiza Carlat, está impulsado en gran medida por las
maquinaciones de la industria farmacéutica. Su genuino punto de vista,
como psiquiatra y parte activa del sistema, invita a la reflexión sobre
el modo de proceder actual en la intervención en salud mental. Al igual
que las conclusiones de otros oponentes al modelo bioquímico aplicado a
la enfermedad mental, y que hemos visto estos días (como Irving Kirsch y
Robert Whitaker), sus argumentaciones, apoyadas en datos, no dejan
indiferente al lector y representan acusaciones de gran alcance sobre la
forma de proceder de la psiquiatría y del peligroso poder que ha
alcanzado la industria farmacéutica en el campo de la salud mental.
Tal y como comenta la periodista Marcia Angell, en su artículo The Illusions of Psychiatry (Los engaños de la psiquiatría), a la luz de las reflexiones aportadas por I. Kirsch, D. Carlat y R. Whitaker : "nuestra
dependencia de los psicofármacos, al parecer para todos los
sufrimientos de la vida, tiende a cerrar otras opciones. En vista de los
riesgos y de la cuestionable eficacia a largo plazo de los
psicofármacos, tenemos que hacerlo mejor. Por encima de todo, debemos
recordar el honorable principio de los médicos: ante todo, no hacer daño (primum non nocere)".
Fuente:
Referencias:
Daniel Carlat (2010). Unhinged: The Trouble with Psychiatry—A Doctor’s Revelations About a Profession in Crisis. Free Press.
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