ENTREVISTA A
JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ
José Mª Álvarez es también el autor de " La invención de las enfermedades mentales" (Ed. Gredos, 2008), una obra excelente que pretende «revitalizar y pulsar algunas de las cuestiones que nuestro trato con la locura nos despierta de continuo y que han sido sobradamente desarrolladas por nuestros clásicos: las experiencias genuinas de la locura, el estatuto de la certeza y el axioma delirante, las distintas modalidades de nacimiento a la psicosis y sus fenómenos elementales prodrómicos, la discontinuidad del acontecer vital,el desgarramiento de la identidad y sus posibles estabilizaciones, la arquitectura del delirio y su función, la responsabilidad del loco en su locura y los polos de las psicosis que predominan o se alternan a lo largo de esa nueva dimensión de la experiencia a la que convenimos en llamar psicosis o locura» (La invención de las enfermedades mentales, p. 23).
Además de un destacado estudioso de la psicopatología, especialmente de
las psicosis – otra obra suya es Estudios sobre las psicosis (Grama Editorial,
2008)–, José Mª Álvarez es Doctor en Psicología y especialista en Psicología
Clínica; es también psicoanalista lacaniano, miembro de la Asociación Mundial
del Psicoanálisis, y un clínico comprometido con la asistencia pública. En la
actualidad realiza una intensa actividad clínica y docente en el Hospital
Universitario Río Hortega de Valladolid, donde es Coordinador-tutor de
Residentes. Por otra parte, son conocidas sus aportaciones a la Revista de la
Asociación Española de Neuropsiquiatría, en la que ha realizado una
importante labor de divulgación del pensamiento psicopatológico.
¿Cuándo y cómo nace en ti esa pasión que trasmites por la historia de
la psicopatología, por los autores clásicos?
Lo primero de todo fue la pasión, después vino la locura, más tarde la historia,
es decir, los clásicos, y, por fin, la transmisión. Soy hombre de pocas pasiones
aunque intensas, cada vez más moderadamente intensas, cosa que me ha hecho
más feliz con el paso de los años. Desde que recuerdo, la pasión me acompaña;
la pasión entendida sobre todo como inclinación vehemente hacia algo.
Todo lo que escribimos, de todo lo que hablamos cuando enseñamos,
aunque sean materias muy específicas, todo eso es siempre autobiográfico. Sé
algunas cosas fundamentales de cómo he llegado a ser lo que soy. Me costó
bastantes años de Psicoanálisis, pero mereció la pena, ya lo creo. Mi interés por
la historia surgió ahí, en el diván. Tenía que responderme algunas preguntas
acerca de mi propia historia, un tanto sigular; supongo que como la de casi todo
el mundo.
Respecto a por qué la locura y no otro ámbito del saber, creo que sobre
todo por narcisismo. Alguien que ha marcado mucho mi vida, cuando yo no era
nadie (lo digo en el sentido fuerte del término) me dijo que sería «un genio o un
loco». Es un alivo no ser ni una cosa ni la otra, pero me construí con los ecos de
esa referencia.
Los clásicos de la psicopatología y la locura fueron el tema de mi tesis
doctoral sobre la paranoia. Le dediqué muchos años. Cuando lo recuerdo ahora,
me parece que la escribí en un espacio que mezcla elementos de la consulta de
mi analista y las bibliotecas que visité. En ese espacio pude apuntalar dos pilares
fundamentales. Por una parte, recuperé y recreé la imagen de un padre
elocuente; lo era, es cierto, aunque seguramente menos de lo que necesité creer
para hacerme yo mismo elocuente. Por otra, aún tengo muy presente cómo
quise, con el primer cuaderno que escribí de principio a fin, ser el primero para
mi madre. Debe ser porque no lo conseguí, por lo que escribo libros muy
extensos.
Con todas estas mimbres llegué un buen día a transmitir lo poco que
sabía. Eso me ha hecho muy feliz. Por momentos sigo sin creerme que me
escuchen o lean en serio. Prefiero pensar eso; la soberbia es un pecado
deplorable. Lo hago con pasión porque el Psicoanálisis y la psicopatología son
parte fundamental en mi vida. Es devoción, no obligación. Más que la materia
que se enseña, lo que se transmite es la pasión.
¿Qué dirías que puede aportar la lectura de los clásicos de la psicopatología al
psicoanalista de hoy?
A mi manera de ver, el estudio de la psicopatología clásica es
fundamental para cuantos se forman en Psicoanálisis, Psicología clínica y
Psiquiatría. Lo es porque contiene una enseñanza directa de las distintas formas
de manifestarse el pathos.
Era bastante habitual que los alienistas pasaran muchas horas en los
manicomios, que algunos incluso vivieran allí con sus familias. Durante los años
que Paul Schreber permaneció ingresado en el manicomio de Sonnenstein,
compartió mesa con su director, el Dr. Guido Weber. La observación de los
enfermos constituía en sí misma una materia fundamental de estudio. Basta con
dar un vistazo a los tratados de entonces, como el de Jean-Pierre Falret (Des
maladies mentales et des asiles d’alienés, 1864), para comprobar que se
dedicaban a esta cuestión muchas lecciones, a veces las más importantes; había
amplísimos volúmenes, como el Manuale di semeiotica della malattie mentali
(1885) de Morselli o los Élements de sémiologie et clinique mentales (1912) de
Chaslin, por entero dedicados a ello; libros de introducción a la clínica
psiquiátrica mediante presentación de enfermos y comentarios de sus dichos,
expresiones, vestimentas y comportamientos, como la Einführung in die
psychiatrische Klinik (1901) de Kraepelin o las Leçons cliniques (1895) de
Séglas, eran habituales. En eso, los clásicos nos han superado
considerablemente. Sin embargo, a medida que fue imponiéndose la mirada
médica sobre la locura y la Psiquiatría se fue haciendo más y más científica, la
observación de enfermos dejó de interesar y el diálogo con los alienados se fue
acallando, hasta convertirse en un mero interrogatorio para conocer la gravedad
del estado mental. Es muy elocuente, a este respecto, el interés que antaño
suscitaron los escritos de los locos, y como, poco a poco –tal como explica Rigoli
en Lire le délire–, esos escritos se devaluaron al convertirse en un mero
instrumento destinado al diagnóstico.
En lo que se refiere a la creación de una semiología clínica y en la
descripción de los tipos clínicos más llamativos, el período más brillante abarca
todo el siglo XIX y las primeras décadas del XX. Las publicaciones actuales se
nutren de cuanto se escribió entonces. Cuando se desconocen esas referencias
tradicionales, la calidad de las publicaciones pierde enteros y los ensayistas se
enzarzan en discusiones obsoletas. La riqueza del vocabulario que atesoran
aquellas publicaciones y los matices que contienen sus descripciones son, en mi
opinión, muy superiores a los nuestros. Por todo ello, considero que los clásicos
de la psicopatología no pueden reducirse a un mero adorno, como algunos
pretenden para dar lustre a lo que dicen o escriben. Son, por el contrario, la
referencia primera.
Hace muchos años escribí un editorial para la revista Psiquiatría pública,
titulado «Los clásicos, por supuesto». Me sorprendió el debate al que dio lugar,
porque recibí algunas cartas acusándome de anacrónico y cosas así. Me parece
que nuestra historia es demasiado reciente como para pecar de anacronismo,
máxime si se tiene en cuenta que la mayoría de los debates actuales son una
repetición de los que se sucedieron en los años fundacionales de la disciplina, a
lo que hay que añadir que en la actualidad la amplitud de miras es un tanto
estrecha. Piénsese, a este respecto, en ese cajón de sastre al que llamamos
Trastorno bipolar, el cual se vende como un descubrimiento reciente. Pues bien,
quien haya leído la última edición del Lehrbuch de Kraepelin, la parte referida a
la locura maniaco-depresiva, sabrá de sobra que ya está allí, en toda su
extensión y con todas sus contradicciones internas, ese embrollo del actual
Trastorno bipolar.
¿Cuáles son, según tu opinión, las principales aportaciones del Psicoanálisis a
la psicopatología?
Las principales aportaciones se pueden resumir en dos. Por una parte, las
descripciones aportadas por la psicopatología clásica, acéfalas desde el punto de
vista teórico, sólo alcanzaron a ser explicadas con el Psicoanálisis. Por otra
parte, el Psicoanálisis ha contribuido a la psicopatología psiquiátrica aportando
categorías nunca antes aprehendidas, como los estados límites, los narcisistas,
los “como si”, esto es, categorías que, para ser captadas y formuladas, requerían
de nuevos espacios y nuevas herramientas teóricas. Ambas contribuciones dan,
en mi opinión, la razón a Foucault cuando sostiene, en su tesis doctoral, que el
Psicoanálisis es el legítimo heredero de la clínica clásica. Trataré de explicarme
con más precisión, señalando las deficiencias de la psicopatología psiquiátrica y
aquellos ámbitos en los que el Psicoanálisis ha realizado sus aportaciones
principales.
Comenzaré por la contribución teórica o explicativa, la primera que he
mencionado. La psicopatología clásica aporta al conocimiento del pathos tres
aspectos fundamentales. En primer lugar, la semiología clínica, esto es, el tesoro
de términos creado para nombrar las distintas manifestaciones que afectan al
sujeto trastonado. Yo diría que ésta es la mayor contribución de la
psicopatología psiquiátrica; conocer esa terminología, advertir sus relieves y
discriminar sus matices me parece esencial para nuestra formación. Opino que
no se habla de la misma manera con un alucinado cuando se tiene presente, por
ejemplo, la descripción clérambaultiana del Automatismo Mental; que tampoco
se aprecia el calado y la relevancia de ciertas experiencias de autorreferencia si
se desconocen las sutiles apreciaciones al respecto de Neisser o Meynert, por
ejemplo. Para nosotros el conocimiento de la semiología es tan esencial como lo
es la anatomía para el cirujano.
En segundo lugar, en materia de nosografía (observación y descripción
aséptica del pathos, lo más objetiva que sea posible) se advierten ciertas
deficiencias, puesto que la observación y la descripción son dependientes de una
teoría; uno observa de acuerdo con lo que le permite su repertorio simbólico, de
acuerdo con sus ideales, con sus filias y fobias, etc. En el terreno nosográfico nos
encontramos lo mejor y lo peor de la psicopatología psiquiátrica. Con respecto a
los delirios crónicos, por ejemplo, Lasègue nos ofrece una insuperable
descripción del surgimiento y despliegue de estos delirios; en cambio, Magnan,
echando mano de una metodología propia de la patología interna, propone un
tipo de delirio crónico magníficamente descrito, pero con el único inconveniente
de que no hay enfermos que se amolden a esa “enfermedad”.
Otro tanto sucede en el terreno de la nosología (intento de explicar o
comprender los modos de enfermar y las diferencias con otras formas posibles).
También aquí se aprecian propuestas muy variadas y de calidad desigual. En
términos generales, las propuestas explicativas elaboradas por la psicopatología
psiquiátrica se pueden calificar de pobres o muy pobres. Cuando Clérambault
trata de explicar la etiología del Automatismo Mental recurre a “un proceso
histológico irritativo de progresión en cierta forma serpinginosa”; esta hipótesis,
a mi manera de ver, desmerece la enorme contribución descriptiva del
Automatismo.
Como se puede advertir ya, sitúo el origen del Psicoanálisis en el curso de
la historia de la Psiquiatría, precisamente en las incapacidades de la ciencia de
dar cuenta de los hechos que describe y de tratar adecuadamente el malestar del
alma. El Psicoanálisis surge en la grietas del edificio del saber psiquiátrico, en
sus insuficiencias teóricas, en lo que se desdibuja de sus observaciones y en lo
que la mirada médica no puede enfocar; ese territorio oscuro y confuso es el que
ilumina el Psicoanálisis, al aportarle una consistencia teórica y explicativa.
Se entenderá mejor lo que digo con la siguiente ilustración acerca de las
alucinaciones. A lo largo del siglo XIX y primeras décadas de XX se describieron
las alucinaciones con todo lujo de detalles. En ese proceso se advierte con suma
claridad cómo las alucinaciones se separan de otros fenómenos sólo
aparentemente similares, en especial las ilusiones y las alucinosis; se constata
además de qué forma el ámbito visual cede terreno frente al auditivo y verbal;
por último, resulta llamativo también el paulatino desplazamiento desde los
fenómenos más estruendosos y extravagantes a los más discretos y sutiles.
Limitándome a la psicopatología francesa, esa enorme contribución se llevó a
cabo con la ayuda de Esquirol, Baillarger, Séglas y Clérambault. A lo largo de
ciento treinta años, progresivamente, el «visionario» de Esquirol, el
«ventrílocuo» de Baillarger y Séglas, dieron paso a la figura del alucinado por
excelencia, el xenópata u hombre hablado por el lenguaje, descrito por
Clérambault. Todo este proceso culmina con la aguda propuesta de Séglas,
escrita poco antes de morir en su Prefacio al libro de Henri Ey Hallucinations et
délire (1934), según la cual las alucinaciones verbales no constituyen un
apartado de la patología de la percepción; son, por el contrario, una patología
del lenguaje interior. Quienes conozcan los estudios de Séglas sabrán que
durante todas sus publicaciones anteriores defendió posiciones totalmente
contrarias. Al final, aunque no fue capaz de explicarlo, cayó en la cuenta de que
las alucinaciones y el lenguaje estaban hechos de la misma pasta.
Todo este pequeño rodeo para mostrar que los más brillantes
observadores y retratistas del pathos intuyeron el papel del lenguaje en las
alucinaciones. ¿Pero de qué papel se trataba? La clínica clásica no aportó al
respecto ninguna respuesta. Pero sí lo hizo Freud cuando, desde sus primeros
trabajos, mostró que los síntomas están conformados de acuerdo con las leyes
del lenguaje. Y más aún, en el terreno de la locura y las alucinaciones, Lacan
consiguió trenzar una respuesta cabal a todas esas admirables descripciones de
sus compatriotas. El alucinado, el xenópata hablado por el lenguaje, constituye
la fuente de inspiración de la teoría lacaniana según la cual el lenguaje es
constitutivo del sujeto; de ahí el determinismo simbólico que presidió la
doctrina clásica de Lacan. Hay en el último tramo de la enseñanza de Lacan, sin
embargo, una vuelta de tuerca más: si se admite que el lenguaje es constitutivo
del ser (parlêtre), podría pensarse una dimensión genérica de la xenopatía, una
experiencia común a todos los hombres, a partir de la cual surgiría la nueva
pregunta de por qué no estamos todos locos o por qué no todos experimentamos
el lenguaje como un ente autónomo que nos usa para hablar a través de
nosotros.
Como puede observarse mediante esta ilustración relativa a las
alucinaciones, las aportaciones de la clínica clásica hallan en el Psicoanálisis su
desarrollo más legítimo y su explicación más cabal.
Saco a colación este aspecto del lenguaje porque me permite mostrar otro
punto fundamental. Soy de la opinión de que la mayoría de las construcciones
teóricas elaboradas en el marco de la psicopatología psiquiátrica presentan un
hiato situado entre el paso de la psicopatología a la Psicología general, es decir,
entre lo que caracteriza al enfermo y lo que constituye al sano. Continuando con
el asunto de las alucinaciones, da la impresión de que la psicopatología
psiquiátrica describe con suma precisión la alucinación como alteración
perceptiva y la diferencia de otros fenómenos vecinos, pero trastabilla y pierde
la razón cuando intenta decir qué es la percepción o, mejor aún, por qué la
alucinación es –como proponía finalmente Séglas– una patología del lenguaje
interior.
Por último, me resta comentar brevemente el hecho según el cual el
Psicoanálisis ha contribuido a la psicopatología psiquiátrica aportando algunas
categorías (estados límites, narcisistas, como si, etc.), categorías que se basan en
la observación y también en la relación (transferencia), asunto este último que
la psicopatología psiquiátrica apenas considera.
A las cuestiones que acabo de apuntar, es necesario añadir la incidencia
directa que tuvo el Psicoanálisis en el mundo de la Psiquiatría, nada más
ponerse éste en marcha. Sobre este particular hay que tener presentes tres
cuestiones de amplio alcance: en primer lugar, el binomio neurosis versus
psicosis se debe sobre todo a Freud; en segundo lugar, el territorio de las
neurosis era, hasta que Freud entró en escena, un auténtico galimatías; por
último, también en el ámbito de la locura, la repercusión de Freud fue decisiva,
como se advierte en el concepto bleuleriano de esquizofrenia.
¿Cómo ves las relaciones entre Psicoanálisis y Psiquiatría hoy? ¿Hasta qué
grado sigue siendo la Psiquiatría «un monólogo de la razón sobre la locura»,
como decía Foucault?
La Psiquiatría no es una; es múltiple. En alguno de sus flancos, el Psicoanálisis y
la Psiquiatría siguen caminando de la mano; eso lo veo todos los días en mi
trabajo. Pero esta hermandad tiende a ser excepcional, al menos en estos
momentos. La Psiquiatría actualmente hegemónica está al servicio de los
intereses económicos de las grandes farmacéuticas. Su futuro, como en cierta
ocasión dijo Germán Berrios respondiendo a una pregunta de Fernando Colina,
será el que interese al negocio de las multinacionales de los psicofármacos. Cada
vez estoy más convencido de que la Psiquiatría se ha enseñoreado de
cientificismo para justificar su silencio con el loco. Por eso, Foucault sigue
teniendo razón al afirmar que la Psiquiatría es «un monólogo de la razón sobre
la locura». Cuando afirma eso en su tesis doctoral, lo que trata de resaltar es la
desaparición –con la entrada en la plaza de las ciencias del discurso
psiquiátrico– del binómio locura-razón. De manera que la razón se ha impuesto
a la locura, la ha arrinconado y reducido a silencio. Cuando más se afianza esa
separación entre la razón y la insensatez, más se recrudece el repetitivo
monólogo de la enfermedad, esto es, la dimensión mórbida de esa experiencia
tan humana.
Como soy dado a la unión antes que a la discordia, confío en que
Psiquiatría y Psicoanálisis sumen sus fuerzas sin por ello renunciar a sus
esencias. Hay, al menos, dos terrenos de confluencia: la investigación
psicopatológica y la colaboración en materia de terapéutica; también hay
territorios en los que se dan la espalda y mantienen las espadas en alto, como
siempre ha sucedido en nuestra cultura entre los partidarios de las
enfermedades del alma y las del cuerpo, entre los que se toman en serio lo que
dicen los locos y los que piensan que eso son bobadas, como decía Kraepelin.
Para contribuir a la convergencia, los psicoanalistas debemos hablar el lenguaje
de la clínica cuando estamos con clínicos (psiquiatras, psicólogos clínicos,
médicos) y el lenguaje del Otro social, cuando estamos entre la gente de la calle.
¿Hacia dónde va la psicopatología? ¿Cómo valoras el actual momento
histórico de la disciplina?
El estado actual de la psicopatología es alarmante. Creo que vamos
paulatinamente a peor. Por una parte, la enseñanza que se dispensa en la
Facultades y en los Hospitales con los residentes, deja mucho que desear. Cómo
no va a ser alarmante, si todo el saber psicopatológico cabe en un libro (DSMIV),
incluso en un Breviario.
Si la ocasión es propicia y el paciente consiente, suele acompañarme en
las primeras entrevistas alguno de los residentes recién llegados. Al terminar,
acostumbro a preguntarles sobre el diagnóstico. No fallan. Saben de memoria
hasta el dígito concreto, por ejemplo: CIE-10, F32.9 (Episodio depresivo sin
especificación). Inmediatamente les pregunto por lo que le pasa, de qué sufre
esa persona y por qué sufre de eso; llegados a este punto, no saben qué decir.
Saben diagnosticar según criterios internacionales, pero no tienen ni idea de
qué le pasa al paciente.
Este hecho refleja con claridad el estado actual de la psicopatología:
aprender a diagnosticar según las taxonomías internaciones es simple; eso se
aprende en una asignatura de la licenciatura. En cambio, la psicopatología no se
limita al diagnóstico y menos aún a diagnósticos basados en ese tipo de
taxonomías estadísticas. La psicopatología debe aportarnos un saber más
profundo y personalizado: saber qué le sucede a determinado sujeto; desde
cuándo y en qué coyuntura apareció o reapareció; a qué se debe que sufra de
eso y no de otra cosa; cuál es la función que desempaña tal síntoma en su
economía mental; cuánto tiene de enfermo y cuánto de sano; en qué se soporta
su relativa estabilidad, es decir, qué puntales no hay que tocar; etcétera.
Poder responder con rigor a estas cuestiones exige mucho tiempo de estudio y
una larga experiencia clínica; pero no todo el mundo está dispuesto a gastar su
tiempo en eso. Toda esa simplificación de psicopatología, ese aplastamiento
hasta reducirla a un mero Breviario, tiene efectos contrastados entre los jóvenes
que están haciendo la especialidad de Psicología clínica o Psiquiatría: cada vez
son más lo que se sienten molestos con lo poco que les aporta hacer una
especialidad tan limitada y unilateral, tan alejada de la reflexión sobre el pathos
y del trato con el doliente. Yo confío en que la histeria y su desafío a los amos del
poder y de saber, empuje de nuevo el péndulo hacia el territorio del alma y del
diálogo con el alienado.
¿Qué balance haces de la aparición del DSM-III en 1980, y de su desarrollo a
través del DSM-IV?
Desde su nacimiento, la Psiquiatría se halla en un proceso de continua
refundación, en un esfuerzo permanente de reconocimiento y equiparación al
resto de especialidades médicas. A mi modo de ver, buena parte de esas
esperanzas se depositaron en el diagnóstico, esto es, en el establecimiento de
taxonomías basadas en signos objetivos. La historia del DSM, analizada desde
este punto de vista, es el intento de acreditación de la Psiquiatría como ciencia
médica, como una especialidad médica más. Comoquiera que en ese proceso se
ha incurrido en forzamientos y arbitrariedades, el resultado final resulta
paradójico: unos se sienten satisfechos de ver, por fin, cumplido el sueño de
Kraepelin, esto es, de haber transformado el pathos y la locura en enfermedades
mentales naturales; a otros, en cambio, nos llama la atención la falta de rigor
clínico y el exceso de intereses extraclínicos. En este sentido, en 1973, Akiskal se
refería al incremento de los diagnósticos de depresión como una
«seudoepidemia», una «moda» rayana en la esquizofrenia. Desde este punto de
vista, conviene leer el DSM-IV a la par que la novela Monte miseria, de Samuel
Shem.
La historia de los DSM es además la historia de la batalla contemporánea
contra el Psicoanálisis, pues son las categorías clásicas del Psicoanálisis y de la
clínica clásica (psicosis, paranoia, histeria, neurosis obsesiva, etc.) las que han
sido sacrificadas en aras de la cientificidad, pero a riesgo de convertir esas
taxonomías en un artificio tragicómico, en ciencia ficción. Mientras el DSM-I
(1952) y el DSM-II (1968) se nutrían de una reflexión psicodinámica, el primero
mediante la noción meyeriana de «reacción» y el segundo con las nociones de
«neurosis» e «histeria», la ideología de las enfermedades mentales arrasó todas
estas referencias con el DSM-III (1980). Esta taxonomía se debe sobre todo a
Robert Spitzer, un analista renegado. Su propósito era muy claro: describir
entidades naturales. Naturalmente, la osadía no llegó hasta el extremo de hablar
de «enfermedades mentales», término que se encubrió con el eufemismo
«trastornos mentales». De esta manera, Spitzer y el grupo de San Luis
pretendieron devolver definitivamente la Psiquiatría a la Medicina y ningunear
cualquier otra aportación que no encajara en el ámbito de la ciencia. Esa
estrechez de miras ha lastrado el progreso de la psicopatología y de la
terapéutica.
No creo haberme excedido lo más mínimo al enfatizar que la batalla
librada por los ideólogos del DSM-III y del DSM-IV se libraba contra el
Psicoanálisis. El propio Spitzer así lo escribió en 1985 (Archives of General
Psychiatry): «Debido a sus raíces intelectuales en San Luis en lugar de Viena y
con la inspiración proveniente de Kraepelin y no de Freud, el grupo de trabajo,
se consideró desde el inicio como alejado de los intereses de que aquellos cuyas
teorías y prácticas derivan de la tradición psicoanalítica».
Tampoco debe considerarse extremado el hecho de hablar de
artificialidad al analizar los criterios que subyacen en esa taxonomía. Basta con
informarse de qué tipo de intereses mediaron para extraer la homosexualidad
del catálogo de trastornos; o a qué intereses obedeció la creación del Trastorno
de estrés postraumático. En fin, la lista es muy amplia pero la ideología es
siempre la misma.
En el proceso de elaboración del DSM-V parece que se imponen criterios
dimensionales. Si la ampliación paulatina del número de trastornos ha
contribuido a menguar la responsabilidad subjetiva, haciendo del hombre
contemporáneo un ser cada vez más débil y dependiente, la «patologización»
del hombre mediante la extensión ilimitada de las categorías dimensionales
apunta en la misma dirección: cuantos más enfermos, más tratamientos, es
decir, más negocio. Qué lejos estamos de aquel mundo que nos precedió, en el
cual alguien como Séneca le escribía a su amigo Lucilio: «Te he prohibido
deprimirte y desfallecerte» (Carta 31).
Según parece, si en el DSM-V se impone esa visión dimensional y
continuista, la psicopatología seguirá perdiendo enteros. Cuanto más se
generalicen y extiendan los trastornos, cuanto más territorio se les adjudique,
mayor será la imprecisión. Bastará con dos o tres diagnósticos para encasillar a
todos los pacientes; quizá, con poner en todas las historias clínicas Trastorno
bipolar, sea suficiente. Esta tendencia recrudece dos problemáticas
tradicionales. En primer lugar, se desecha el criterio por excelencia de la
psicopatología: la distinción entre cordura y locura, es decir, entre neurosis y
psicosis. En segundo lugar, si el saber psicopatológico se ha construido
mediante el establecimiento de diferencias –en especial, la oposición de unos
tipos clínicos a otros y la discriminación de los signos morbosos–, el hecho de
meterlo todo en grandes sacos adecuados a los tipos de psicofármacos, no
parece que sea una apuesta por la Psicología patológica.
Tú que has estudiado los textos clásicos, ¿qué diferencias fundamentales
destacarías en las formas de expresión del sufrimiento mental desde entonces
hasta ahora? ¿Qué influencia te parece que tiene la cultura actual en la
expresión de la locura? ¿Qué nuevas demandas, qué nuevas patoplastias o qué
«nuevos» trastornos llaman tu atención y observas como especialmente
condicionados por los cambios socioculturales?
Estas preguntas son muy agudas, pero temo que mi contestación no esté a su
altura. Recientemente Fernando Colina y yo escribimos un amplio artículo, aún
inédito, titulado «Origen histórico de la esquizofrenia e historia de la
subjetividad», en el cual proponenos algunos argumentos favorables al origen
histórico de la esquizofrenia. En ese texto planteamos dos posibilidades a la
hora de analizar las variaciones del pathos a lo largo de la historia: una se centra
en los cambios que afectan a un trastorno concreto; otra, más amplia y
ambiciosa, pretende diferenciar entre aquellas alteraciones que han estado
presentes desde tiempo inmemorial (melancolía, excitación, paranoia, histeria,
fobia, obsesión, etc.) y aquellas otras que parecen haber surgido en determinado
momento histórico (esquizofrenia o automatismo mental). De la primera
hallamos en la histeria un ejemplo incomparable: un fondo de insatisfacción
intemporal e inmutable adquiere expresiones distintas en función de las figuras
del saber y del poder a las que se interpele. Respecto a la segunda posibilidad,
nos parece que la esquizofrenia (automatismo mental) tiene su origen en la
modernidad con la aparición y desarrollo de la ciencia y la jubilación de Dios,
hechos que produjeron una profunda transmutación de la subjetividad, cuya
expresión más reveladora son las voces (alucinaciones verbales).
Los textos de los autores del siglo XIX y primeras décadas del XX
describen cuadros que perviven hoy día, quizás de forma más atenuada en su
expresión. Digo quizás porque también puede ser que –más bien me inclino por
esto último- en la actualidad, merced al desarrollo de la psicopatología y del
Psicoanálisis estemos en condiciones de aprehender fenómenos muy sutiles
pero relevantes. Eso sólo es posible si se dispone de una lente, es decir, de una
teoría, que amplifique la escucha y la observación. Con todo esto voy al hecho de
que estamos en mejores condiciones, a la hora de diagnosticar una psicosis
discreta, por ejemplo, que las que tuvo en su tiempo Leuret cuando escribió
sobre la «locura lúcida».
Lo que acabo de apuntar es únicamente para resaltar que la escucha y la
observación son teórico-dependientes. Hoy disponemos de una teoría
psicopatológica muy superior a la que tuvieron nuestros clásicos. Pero también
es verdad que en la actualidad ni se observa ni se habla con los pacientes, como
sí se hacía entonces. A muchos especialistas se les podría imputar que «no ven
pacientes», más bien son los pacientes los que les ven a ellos a lo largo de la
mañana.
Como decía antes, estamos en un momento de la historia en el que se
tiende a la debilidad, la dependencia y la molicie. Filósofos, sociólogos y
psicoanalistas coincidimos en destacar la devaluación de las figuras de
autoridad, de esos referentes que han servido de guía a nuestros antepasados,
con todos los inconvenientes que eso acarreaba. En la época victoriana, en la
que vivió Freud, la neurosis era el resultado de la renuncia al goce. Los valores
sociales, el Otro social, promovían la renuncia a la satisfacción en aras de vivir
conforme a ideales virtuosos. Eso está muy bien, desde luego, aunque no resulta
tan evidente que nos haga más felices. A este respecto, parafraseando el título de
dos obras de Sade, podemos sacar a colación «las desdichas de la virtud» y «las
prosperidades del vicio», para señalar con ello que la renuncia y la asunción de
la civilización y de la cultura no garantizan la felicidad; tal es lo que propone
Freud en El malestar en la cultura: «El precio del progreso cultural debe
pagarse con el déficit de felicidad». Dicho en otros términos: cuanto más se
renuncia, cuanto más se quiere satisfacer al superyo, más exigente se vuelve
éste, como si de un glotón insaciable se tratara. Además, a mayor renuncia,
mayor culpabilidad; la liberación que cabría esperar de la renuncia no sólo no se
produce, sino que se recrudece la culpabilidad. Por eso evocaba el título de las
obras del Marqués de Sade. Pues, según este parecer, da la impresión de que los
más infelices son los buenos ciudadanos.
En la época de Freud, incluso la satisfacción debía ocultarse y estaba mal
visto mostrar de lo que uno gozaba. Hoy sucede todo lo contrario, como
desgraciadamente se comprueba al escuchar todos esos testimonios obscenos
que inundan la programación de la televisión. Sin embargo, aunque los tiempos
cambien y la expresión del pathos varíe, la pulsión está ahí, monótona y acéfala.
Y, como sabemos, la pulsión siempre consigue la satisfacción aunque no le
agrade al sujeto. Por eso Lacan, en Televisión, afirmó, de forma un tanto
provocativa, que, desde el punto de vista de la pulsión, «el sujeto es feliz».
Como es natural, en la clínica actual tiene especial importancia el tipo y
las maneras de gozar del hombre de hoy. Si algo caracteriza las formas de gozar
actuales es su alejamiento del lazo social. La división subjetiva, la falta, la
insatisfacción, esto es, la fuente del deseo parece obturada por el sinnúmero de
objetos de satisfacción de los que la técnica nos provee y renueva a diario;
objetos, al fin y al cabo, que funcionan como tapón de la castración pero que nos
hacen más débiles. Este hecho se observa con una claridad palmaria en el
terreno de las relaciones que establecen los jóvenes: al suprimirse el cortejo, la
seducción, es decir, el tiempo necesario para que la inquietud o la angustia
fragüe el deseo y le dé consistencia, lo que sobreviene es un paso directo al goce.
De esa forma, cuanto más se cortocircuita el deseo y el amor, cuanto más rápido
se accede al goce, mayor es la insatisfacción y la desesperación; por tanto, mayor
es el empuje a repetir ese tipo de comportamientos, entre cuyos resultados se
observa esa debilidad y molicie de la que hablaba.
Creo que ese tipo de goce autístico, ese dar la espalda al otro, está en la
base del aumento de los síntomas sociales, el consumo de drogas, las adicciones
a cualquier objeto o sustancia, las patologías del acto. Con razón, Lacan
denominó a esta época «la era del niño generalizado». Lo terrible es que por no
hacerse responsable de su goce, el sujeto tampoco inventa ninguna otra ruta de
satisfacción que pase por el otro y lo mantenga en el mundo saludable aunque
insatisfactorio del deseo.
Quizás por todo esto (la devaluación del Nombre-del-Padre y el auge de
las formas autísticas de goce), lo que escuchamos en las consultas contrasta, en
algunos casos, con los historiales clínicos de Freud. Da la impresión de que
muchos sujetos se mantienen permanentemente en la queja, sin construir un
síntoma consistente. Como sabemos, para tratarse y poder curarse es necesario
construir un síntoma y rectificar la posición subjetiva, esto es, asumirse como
sujeto que participa en el drama en el que se ha metido. En este punto hallamos
a día de hoy numerosas dificultades.
Por otra parte, junto a este tipo de sujetos, a diario nos encontramos con
las neurosis de siempre y con las psicosis que describieron los clásicos. Con
respecto a las formas de presentación de la psicosis, también se observa, me
parece, una atenuación de la expresión sintomatológica. Junto a la
esquizofrenia, la paranoia y la melancolía, cada vez tratamos más psicóticos
discretos o «normalizados», término que empleo a propósito puesto que
muchos de ellos se sostienen en una hipernormalidad que pasa desapercibida.
¿Piensas que el biologicismo, la concepción naturalista de las enfermedades
mentales, está ganando terreno en la Psiquiatría actual? En el momento
actual, ¿cómo valoras la dialéctica entre la patología de lo psíquico y la
Psicología de lo patológico, que en otro momento representaron la obra de
Kraepelin y la de Freud?
Sí, desde luego que ha triunfado la patología de lo psíquico, el positivismo y los
ideales naturalistas de las enfermedades mentales. Nosotros, por el momento,
hemos cedido mucho terreno en esta pelea desigual. En estas circunstancias,
nuestro compromiso con el Psicoanálisis, con la clínica stricto sensu, es el arma
más eficaz. Si queremos avanzar, es necesario que recuperemos, ampliemos y
mejoremos el lenguaje de la clínica. Hay tipos de síntomas, pero «hay una
clínica» –decía Lacan en «Introducción a la edición alemana de un primer
volumen de los Escritos»– que es anterior al discurso psicoanalítico. Nuestra
compromiso implica conocer esa clínica y desarrollarla. Pero nuestro progreso
se producirá en la medida en que seamos capaces de atender y de explicar lo
que no entra en el «tipo», es decir, lo que es más singular de cada uno.
Soy optimista. Lo manifestaba antes cuando comentaba que ya resuena
un cierto ruido proveniente del malestar ante la medicalización global y el canto
a la irresponsabilidad. Si la histeria frustró los sueños de compresión
alumbrados por la Medicina y la Neurología, si la histeria fue la puerta de
entrada a esa «otra escena» en la que se edificó el Psicoanálisis, también ella
terminará por poner en un brete a este nuevo amo del saber y del poder. Porque
basta con que haya una figura que se arrogue un saber o que tenga a gala
ostentar un poder, para que el sujeto histérico le demuestre su impotencia.
Tú has reivindicado la participación y responsabilidad del loco en su locura.
¿Puedes comentarnos algo al respecto? ¿Cómo te parece que esto se traduce en
la manera de tratar a los pacientes psicóticos?
Los pacientes psicóticos están locos pero no son tontos. Tenemos razones
basadas en la clínica para defender la participación y responsabilidad del loco
en su locura. Los psicóticos son más rigurosos que nosotros. Por eso, cuando se
trata de la responsabilidad subjetiva, es frecuente que ellos la reclamen. Los
ejemplos al respecto son numerosos, pero conviene tener presente el de Louis
Althusser, tal como lo narró en su autobiografía El porvenir es largo.
Considerar que el sujeto es responsable, esté o no loco, es confiar en su
capacidad de reequilibrio. Por supuesto, no estoy hablando de la
responsabilidad penal; eso es asunto de la Justicia. La responsabilidad subjetiva
es la condición necesaria de cualquier tratamiento psíquico. ¿De qué se ha de
curar alguien que no tiene ninguna relación con lo que goza o sufre?
Se trata de un asunto ideológico, por supuesto. Si echamos una mirada a
la historia de la clínica, comprobaremos que Pinel confiaba en la curación de los
locos, razón por cual se las ingeniaba como podía con el tratamiento moral. Si
confiaba en la curación era porque consideraba al alienado como un loco
parcial, de manera que la alienación jamás se apoderaba completamente de él,
ni siquiera en los momentos más álgidos de la locura maníaca; así se expresa en
el Traité médico-philosophique sur l'aliénation mentale ou la manie, cuando
escribe a propósito de un enfermo: «[…] gozaba, por lo demás, del libre ejercicio
de su razón; aún durante sus paroxismos, respondía directamente a lo que se le
preguntaba, sin advertirse ninguna incoherencia en sus ideas, ni señal alguna de
delirio, y conocía íntimamente incluso todo el horror de su situación, […]». De
manera que para Pinel siempre había un grano de razón en el alienado, por eso
confiaba en que se podía curar. Con la implantación del modelo de las
enfermedades mentales, la locura parcial es negada y con ello se recrudece el
nihilismo terapéutico. Freud recupera todos esos aspectos (la locura parcial y la
responsabilidad del loco) cuando propone su tesis sobre el delirio como intento
de reequilibrio.
Considerar a un sujeto responsable es dotarlo de capacidad de responder
o de rendir cuentas de sus decisiones y sus elecciones, de sus actos y sus dichos,
lo que implica que puede poner cuidado a la hora de decidir, pues él es el único
dueño. Con los locos este asunto tiene especial interés porque, como ya decía,
son especialmente rigurosos. El que las cosas no importen o que por una vez se
pueda transigir, todo ese barullo con el que nos entrampamos los neuróticos le
resulta al loco despreciable, falto de dignidad y de rigor. Lacan, en su tesis
doctoral, mostró con mucha precisión los efectos salutíferos del castigo y la
asunción de la responsabilidad subjetiva. Tan bien le sentó a Aimée esto que,
cuando Lacan fue a visitarla a la cárcel después de intentar acuchillar a la actriz,
ya no deliraba; el delirio había caído y sollozaba.
Por otra parte, es necesario tener en cuenta que cuando algún loco mata o
lo intenta no lo hace por estar loco, sino porque a su patología mental se asocia
también la maldad, ese kakon del que hablaron hace ochenta años, entre otros,
Jacques Lacan, Paul Guiraud y Constantin von Monakow; pero ahí estamos en
el terreno de la ética. La psicopatología y la patología ética no van siempre
juntas. Los psicóticos, como cualquiera, pueden ser malos o buenos, listos o
tontos.
2. … AL PSICOANALISTA LACANIANO
¿Qué te llevó al Psicoanálisis? ¿Por qué la opción de una formación lacaniana?
¿Cómo te formaste como psicoanalista? ¿Quiénes fueron tus maestros?
¿Cuáles son tus autores de referencia?
Entré en el Psicoanálisis por la puerta grande: estaba angustiado y consulté con
un analista. Antes de esto, como discurso, el Psicoanálisis ya me interesaba y
había leído sobre todo a Freud. Me gustaba estudiar y me interesaba la locura,
así que me relacionaba con algunas personas que me aproximaron a los círculos
psicoanalíticos lacanianos. Desde los veinte años comencé a frecuentarlos; en
esos años, aún no había terminado la Licenciatura. Lacan causaba un atractivo
poderoso en nosotros. Además de la fascinación que me produjo un escrito suyo
titulado «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis»,
lo que más me gustaba de Lacan era la actualización que realizaba de Freud y las
múltiples referencias al mundo de la cultura, la filosofía, la lingüística, la
antropología, las matemáticas y la topología. Eso, junto con la omnipresente
reflexión sobre la locura y las amistades que fueron surgiendo, me reafirmaron
en mi opción inicial.
De mi formación psicoanalítica lo más importante fue el análisis con
Vicente Palomera. Sin ese análisis creo que no hubiera llegado a ser lo que
quería ser. También estudié, me licencié y me doctoré. Pasé muchas horas en lo
que entonces se llamaba la Biblioteca Freudiana de Barcelona. Durante años fui
a casi todas las actividades, a diario. Era el centro de mi vida. En el aprendizaje
de la clínica psicoanalítica me ayudó mucho los tres años de la Sección clínica de
Barcelona, por entonces situada en la Clínica Quirón. Yo ya vivía en Valladolid,
pero viajaba de continuo para analizarme y asistir a la docencia de la Sección
clínica.
Además de Freud y de Lacan, al psicoanalista que más leo es a Jacques-
Alain Miller. Admiro su capacidad de transmitir de forma rigurosa y sencilla las
cuestiones más enrevesadas. No sé qué habría sido del Psicoanálisis lacaniano
sin Miller. Soy poco amante de lo rebuscado. Por eso leo y escucho a Miller.
En cuanto a los maestros, considero a Fernando Colina mi maestro. Lo
fue y lo sigue siendo. Antes de conocerlo en persona, lo había leído. Con él
coincidí en la pasión por la locura. Quiso el destino, ayudado por mi empeño,
que termináramos trabajando juntos. Desde hace casi veinte años, en el Centro
de Salud Mental, tenemos las consultas separadas por un tabique. Colina es
para mi un maestro a la vieja usanza, alguien a quien se respeta, con quien se
dialoga y a quien se tiene por amigo. Me ha enseñado muchas cosas sobre los
locos, sobre la cultura antigua y, sobre todo, reanima mi pasión por el saber.
¿Cuál te parece que es la importancia de Lacan en la historia del
Psicoanálisis? ¿Podrías resumirnos cuáles son, según tu criterio, las
aportaciones fundamentales de la obra de Lacan?
Como decía anteriormente, de todas las contribuciones que Lacan ha realizado
al Psicoanálisis la mayor es, en mi opinión, su actualización a las problemáticas
del hombre de nuestros días. Durante años, Lacan enseñó y escribió sobre los
textos freudianos. A partir de los años sesenta, con el Seminario Los cuatro
conceptos fundamentales del psicoanálisis, Lacan suelta de la mano a Freud y
comienza a inventar. A partir de entonces, Lacan se vuelve cada vez más
lacaniano. Su enseñanza gira una y otra vez sobre sus propios conceptos, los
enfoca desde perpspectivas distintas y los enriquece. El énfasis que otrora había
puesto en lo simbólico cede paulatinamente terreno frente a lo real, desde
donde formaliza el grueso de sus aportaciones: el objeto a, el sinthome, el goce y
la clínica borromea.
En el ámbito de la técnica, la práctica de las entrevistas preliminares y las
sesiones de tiempo variable, su doctrina de la transferencia como Sujetosupuesto-
saber o la interpretación como medio-decir bajo la forma del enigma o
la cita son aspectos característicos de la clínica lacaniana. Desde un punto de
vista general, Lacan ha aportado una reflexión muy novedosa sobre el estatuto
del analista, la naturaleza de su deseo, la lógica que sostiene su posición y la
ética en la que se afirma su acto, el acto analítico.
En el terreno de la psicopatología, de una concepción estructural según la
cual existen tres estructuras clínicas, cada una de ellas definida por un
mecanismo genérico, el último Lacan dio una vuelta de tuerca con la clínica de
los nudos. Si con la clínica estructural se proponía una perspectiva discontinua,
esto es, una independencia entre neurosis, psicosis y perversión, con la clínica
borromea se avista una visión continuista, en la cual la pregunta apunta a
indagar qué es lo más particular de cada uno y qué es lo que permite a
determinado sujeto mantenerse equilibrado o reequilibrado. Desde este punto
de vista, Lacan se interesó por James Joyce y dedicó uno de sus último
Seminarios (El sinthome) a averiguar si estaba loco o, para ser más preciso, a
desentrañar qué es lo que le permitió a Joyce no desencadenar una psicosis
clínica.
Desde luego, la obra de Lacan es inseparable de la investigación de la
psicosis y el trato con el loco. Sus grandes aportaciones, en especial las que
atañen al goce y lo real, derivan de la clínica de la locura. En este sentido se
puede afirmar que la perspectiva lacaniana se nutre sobre todo de la enseñanza
de los locos y de las experiencias de la psicosis.
¿Qué texto o qué textos recomendarías (de Lacan o de otros autores ) a alguien
que desee introducirse en la obra de Lacan?
Conforme a lo que acabo de apuntar, a los que estén interesados en la locura les
recomiendo comenzar con el Seminario Las psicosis. Así lo hago con los
residentes. En él se encuentran numerosas referencias a la clínica clásica, a la
función del delirio y, a medida que se suceden las lecciones, Lacan comienza a
dar forma a su noción de forclusión del Nombre-del-Padre. Naturalmente, ese
Seminario está inspirado en las dos obras sobre la psicosis más importantes que
se han escrito. En primer lugar, Hechos memorables de un enfermo de los
nervios, del profesor de psicosis Paul Schreber; en segundo lugar, los
comentarios que Freud le dedicó en sus Puntualizaciones psicoanalíticas sobre
un caso de paranoia… A quienes no les mueve el interés por la psicosis, les
propongo que lean el Seminario Las formaciones del inconsciente, a la par que
El chiste y su relación con lo inconsciente, de Freud; a partir de los comentarios
sobre el famillonario, el Seminario va dando forma a la lógica de la castración y
la significación del falo, culminando con nueve lecciones antológicas sobre el
deseo y la demanda en las neurosis.
Creo que para introducirse en la obra de Lacan, el mejor libro que se
puede recomendar hoy día es Introducción a la clínica lacaniana (Gredos,
2006), de J.-A. Miller. Esta obra se puede completar con los tres volúmenes del
mismo autor, recientemente publicados con el título Conferencias porteñas
(Paidós, 2009-10). Para los interesados en la psicosis, es muy útil el libro de
Jean-Claude Maleval La forclusión del Nombre del Padre (Paidós, 2002); para
los que quieran adentrase en cuestiones técnicas, antes que cualquier otro, el
libro de Domenico Cosenza Jacques Lacan y el problema de la técnica en
psicoanálisis (Gredos, 2008) satisfará con creces su curiosidad y les aportará
unos sólidos fundamentos del quehacer psicoanalítico.
¿Cómo ha evolucionado el Psicoanálisis lacaniano desde la muerte de Lacan?
La obra de Lacan está en continuo movimiento. La mayor parte de sus
Seminarios no se había editado mientras Lacan vivía. Eso implica que, a medida
que se editan, son objeto de estudio pormenorizado. Las líneas fundamentales
de la orientación lacaniana derivan de la enseñanza de Miller, en especial del
Curso que año tras año dicta en París; asimismo, de los distintos Encuentros
internacionales del Campo freudiano.
En el momento actual existe un gran interés por desarrollar las últimas
contribuciones relativas al síntoma desde la perspectiva real, es decir, la que
sirve al goce; al enfatizarse esta perspectiva, ceden terreno otras, como la
relativa al sentido del síntoma y su desciframiento. De una u otra forma, en el
fondo, todos los lacanianos tratamos de dar alguna solución a la articulación
entre lo simbólico y la libido, entre el inconsciente y la pulsión. Estos son, en fin,
los dos grandes pilares –la sexualidad y las formaciones del incosciente– en los
que Freud asentó su doctrina; la cuestión es cómo se articulan.
Como decía antes, en el momento actual resulta decisivo que sepamos
cómo conjugar los dos grandes modelos de Lacan, el de las estructuras clínicas y
el de la clínica de los nudos. La tendencia a desechar lo antiguo y abrazar lo
nuevo es muy tentadora. Pero en este caso hay que tomarse un tiempo y
comprobar cuánto da de sí la nueva clínica de Lacan, la cual sólo barruntó, a
diferencia de la clínica estructural, que alcanzó un completo desarrollo.
¿Han influido otras aportaciones y escuelas en su desarrollo (del Psicoanálisis
lacaniano) de manera significativa?
Cualquiera que lea los Seminarios o los escritos de Lacan comprobará que son
continuas las referencia a otros psicoanalistas, de quienes comenta sus casos o
sus textos. Creo que Melanie Klein, pese a las notables divergencias, le ha
servido de inspiración, en especial en la noción de imago y en el carácter
posterior de la formación del yo con respecto a la relación de objeto.
Así como Klein parece haberle influido e inspirado, los desarrollos de
Anna Freud y los de la Ego psychology se hallan a una considerable distancia de
Lacan. En cualquier caso, su referencia omnipresente fue Freud. Sus reflexiones
siempre se inspiraban en Freud, a quien volvía una y otra vez.
¿Qué autores actuales de orientación lacaniana destacarías?
Por encima de cualquier otro, a Jacques-Alain Miller. Aprecio mucho también
las aportaciones de Serge Cottet, precisamente por ese toque freudiano que
atesoran y que tanto me gusta. En materia de psicosis, leo con gusto a Jean-
Claude Maleval y a François Sauvagnat; también a Colette Soler.
Entre los colegas de habla hispana, aprecio como docentes y
conferenciantes a Manolo Fernández Blanco y a Vicente Palomera. Leo con
agrado a Miquel Bassols, escriba sobre el tema que sea, porque me gusta su
estilo expositivo. Cuando tengo que preparar algún texto o conferencia, suelo
consultar lo que ha escrito sobre ese particular Vilma Coccoz. Mi amigo Pepe
Eiras me ha enseñando muchas cosas; tiene un don especial para la clínica y
nunca doy nada a la imprenta sin que él lo haya leído. Chus Gómez también me
ilumina, en nuestras continuas conversaciones, sobre la buena posición para
escuchar y hablar con los locos. Del otro lado del Atlántico, admiro en especial a
Roberto Mazzuca.
¿Qué autores (psicoanalistas) no lacanianos te interesan más?
Me interesa Winnicott, desde luego. De los más antiguos, Abraham, también
algunas cosas de Ferenczi; Tausk me parece muy sagaz. Por mi inclinación hacia
a la psicosis, además de los estudios de Federn, he estudiado cuanto se ha
escrito en el entorno de la Chesnut Lodge, en Rockville, Maryland, en especial a
Harry Stack Sullivan, Frieda Fromm-Reichmann y Harold Searles.
Naturalmente, entre la formación que impartimos a los residentes, una
parte importante consiste en el estudio de las grandes contribuciones de los
psicoanalistas. Les solemos recomendar, cuando empiezan, que lean los
historiales clínicos de Freud y las Conferencias de introducción al psicoanálisis,
además del Tratado de psiquiatría de Henri Ey o Los estudios psiquiátricos.
Les resulta muy útil al principio, lo que motiva de continuo comentarios y
debates, el libro de Jean Bergeret La personalidad normal y patológica.
Cuando van avanzando, fuera del ámbito lacaniano, solemos debatir sobre los
estudios de Kohut (el que prefiero es Los dos análisis del Sr. Z), Kernberg (sobre
todo Desórdenes fronterizos y narcisismo patológico), y Melanie Klein y sus
estudios sobre las posiciones esquizo-paranoide y depresiva.
¿Para cuándo el segundo volumen de Fundamentos de psicopatología
psicoanalítica?
Lo siento. No habrá un segundo volumen. Fue un esfuerzo tan inmenso que no
quiero repetir. No deseo de ninguna manera consumir las noches y los días
mirando una pantalla de ordenador y desatendiendo otros asuntos ahora más
importantes. Han pasado ya unos años, pero aún recuerdo que quedé tocado del
esfuerzo. Fueron cuatro años en los que no había más que Fundamentos…
¿Cuál te parece que es la especificidad de la teoría lacaniana sobre la
psicopatología de la psicosis?
De manera sintética, lo primero que se puede decir, en mi opinión, es que la
doctrina lacaniana se inspira de manera directa en la experiencia psicótica. Sus
conceptos más originales, en especial el goce y lo real, derivan de ahí. Además,
las aportaciones de Lacan al conocimiento de la psicosis están perfectamente
articuladas con la clínica clásica; de hecho, constituyen la explicación por
excelencia a las descripciones realizadas por los grandes nombres de la
psicopatología.
Dicho esto, dentro del pensamiento lacaniano se pueden distinguir dos
grandes modelos nosológicos. El primero se articula en referencia a las
estructuras clínicas, es decir, los invariantes universales en los que se expresa el
pathos; el segundo, arraigado en una perspectiva más nominalista, tiende a
despejar la esencia peculiar de cada sujeto, lo que le es más particular.
Con respecto a las estructuras clínicas o «estructuras freudianas» –como
las denominó Lacan–, es necesario señalar que ellas (neurosis, psicosis y
perversión) se conforman en función de mecanismos psíquicos específicos
(represión, Verdrängung; forclusión, Verwerfung; renegación, Verleunung). A
mi manera de ver, se trata de una concepción psicopatológica muy original,
tanto en sus vertientes nosológica como nosográfica. En ella se define los
trastornos psíquicos como organizaciones estables y precozmente cristalizadas.
En ningún caso se trata de una concepción determinista, al estilo de las
enfermedades mentales que suceden sin contar con el sujeto. Por el contrario, la
elección y la ejecución del mecanismo genérico depende del sujeto, el cual
pretende enfrentar la castración echando mano de una defensa que conformará
su organización psíquica de forma definitiva. Por tanto, en esta concepción se
encumbra la responsabilidad subjetiva, de una manera tal que la clínica y la
ética constituyen aspectos hermanados e indisociables. Al respecto resulta
ejemplar la afirmación de Lacan, tomada de la intervención «Acerca de la
causalidad psíquica» (1946), en las Jornadas psiquiátricas de Bonneval, en la
que situó la causalidad de la locura en relación a «una insondable decisión del
ser».
En lo que atañe a la psicosis o estructura psicótica, ese mecanismo
defensivo genérico, específico e inherente es la Verwerfung o forclusión, del
cual surgen las distintas variantes o tipos clínicos: paranoia, esquizofrenia,
melancolía y excitación, además de las psicosis normalizadas o discretas y las
psicosis que permanecen sin desencadenar. La raigambre freudiana de estas
consideraciones es evidente. El propio Freud había observado, a propósito del
Hombre de los Lobos, lo distinta que era la defensa ante la castración cuando el
mecanismo empleado era la Verdrängung (represión) o cuando era la
Verwerfung (rechazo radical): «eine Verdrängung ist etwas anderes als eine
Verwerfung», es decir, «una represión es otra cosa bien distinta a un rechazo».
También Freud explicita de qué manera, al fracasar la defensa, se produce un
retorno de lo que se reprimió o rechazó (forcluyó); eso está ya en sus primeras
contribuciones psicopatológicas, esas obras maestras que nos acercan a la
trastienda de la subjetividad. En el primero de sus escritos sobre las
neuropsicosis de defensa (1894), ya advierte que el psicótico emplea una
modalidad defensiva mucho más enérgica y radical, la cual consiste en que el Yo
desestima o rechaza (verwirft) tanto la representación intolerable como su
afecto, comportándose como si esa representación jamás hubiera comparecido.
La opción de esta defensa tan radical implica el refugio en la psicosis: «El yo se
arranca de la representación insoportable con un fragmento de la realidad
objetiva, y en tanto el yo lleva a cabo esa operación, se desase también, total o
parcialmente, de la realidad objetiva».
Si dedico tantas palabras a esto es porque le atribuyo más importancia
que a los posteriores desarrollos. Estos últimos, ni siquiera habrían sido
intuidos de no ser que la locura (y la neurosis) se hubiese considerado el efecto
de una defensa accionada por el sujeto.
Con todas estas mimbres y otras provenientes de la lingüística de las
formaciones del inconsciente, Lacan asoció la Verwerfung al significante
Nombre-del-Padre, de manera que lo característico de la psicosis es la
forclusión del significante Nombre-del-Padre, pilar en el que se asienta el
registro simbólico.
Aunque lo expondré de forma apresurada, de estos rudimentos se pueden
extraer las características de este modelo clásico de psicosis elaborado por
Lacan en los años cincuenta, en el cual se explican con suficiente hondura los
fenómenos prodrómicos, las coyunturas del desencadenamiento y la
estabilización (sobre todo la que se consigue mediante el trabajo delirante); en
este modelo, los trastornos del lenguaje adquieren un valor patognomónico en
la semiología del cuadro clínico. En primer lugar, se trata de un modelo basado
en la discontinuidad, esto es, en que existe un antes y después de la crisis o
desencadenamiento. En segundo lugar, este desencadenamiento, sobrevenido
por el fracaso de la metáfora paterna, implica un nuevo reajuste de los tres
registros de la experiencia subjetiva (Simbólico, Imaginario y Real),
desencadenamiento que se produce en coyunturas vitales muy particulares en
las que se pone de relieve el fracaso del Nombre-del-padre, su inconsistencia
radical. En tercer lugar, previamente al desencadenamiento, el clínico puede
advertir –en ocasiones de forma muy clara– la presencia de ciertos fenómenos
elementales, los cuales indican el trasunto psicótico de ese sujeto y dan pistas
sobre el tipo de locura que pudiera llegar a desarrollar. Por último, siguiendo el
paradigma de la psicosis de Schreber, el delirio aporta (o puede aportar) una
función de reequilibrio y estabilización.
De manera gráfica, este modelo estructural de psicosis –en mi opinión, el
más potente que se ha elaborado por cuanto conjuga a la perfección la
semiología clínica con la doctrina explicativa– puede representarse con la
metáfora del taburete al que le falta una de sus patas; Lacan lo menciona en el
Seminario III: Las psicosis. El sujeto puede permanecer sentado, es decir,
estable de por vida, para lo cual se fuerza a adoptar algunas posturas un tanto
rígidas e incómodas; pero cuando se le presenta una coyuntura un tanto
delicada, lo que suele suceder es que se desequilibre y caiga. Partiendo de esta
imagen, se pueden situar algunos de los conceptos antes expuestos: hay algo
esencial para el equilibrio del sujeto que falta de entrada (el significante del
Nombre-del-Padre); sin disponer de ese significante, el sujeto puede
mantenerse estable echando mano de determinados forzamientos
(identificaciones imaginarias, síntomas fóbicos y conductas de prevención,
amplificación de la parafernalia obsesiva y control ritualizado de la vida, etc.);
pero cuando el sujeto se enfrenta a una coyuntura comprometida (noviazgo,
relación sexual, paternidad, vicisitudes laborales, etc.) en la que necesariamente
tiene que servirse de esa pata ausente (ese significante fundamental), se
produce una desestabilización o desencadenamiento, un antes y un después en
su existencia.
El modelo borromeo es distinto, como ahora intentaré mostrar. En todo
caso, antes conviene aclarar lo que entendemos por nudo borromeo y la utilidad
que nos dispensa. Se trata de un nudo constituido por tres aros enlazados de
una forma tal que, si se separa cualquiera de ellos, los otros dos se sueltan al
instante; tomado de la topología combinatoria, Lacan asimiló sus tres registros
(Simbólico, Imaginario y Real) a esos aros anudados que, en tiempos, habían
servido de blasón a la familia Borromi. Una primera comparación del nudo de
tres aros con la metáfora del taburete (imágenes que pueden servir al
principiante para introducirse en la lógica de estos modelos) nos indica que este
segundo modelo parece destinado a mostrar la gran variedad de tipos de
consistencia o equilibrio que pueden darse en los sujetos, las múltiples
posibilidades de que un sujeto con una falla en el anudamiento Real-Simbólico-
Imaginario pueda mantenerse equilibrado (sin desencadenar una psicosis), por
ejemplo mediante la creación de un cuarto nudo, esto es, la invención de un
síntoma, por ejemplo.
El modelo en cuestión corresponde a las últimas elaboraciones de Lacan
y entraña ciertas complicaciones pues está aún en fase de desarrollo. Estas
complicaciones son evidentes si se tiene en cuenta que, a diferencia de la locura
ejemplar de Schreber, la inspiración proviene en este caso de Joyce. A diferencia
de la gran psicosis schreberiena y de la solución delirante que construyó, la
locura de Joyce es muy discreta y el remedio que encontró es tan particular que
sólo le sirvió a él. Se trata de un modelo continuista en el que se enfatizan las
distintas modalidades de reequilibrio o suplencia. En este caso, el determinismo
de lo simbólico, con el Nombre-del-Padre a la cabeza, es desplazado en favor del
goce, de las formas singulares de gozar. De esta manera se pone el acento en los
casos raros, los inclasificables, los que están en las fronteras, en los límites o en
los litorales, esos casos que, frente a los grandes locos de siempre, pasan
desapercibidos porque son locos que no lo parecen.
De la clínica de las estructuras a la de los nudos se produce un
importante cambio doctrinal. Este cambio se puede sintetizar, aún pecando de
precipitación, de la siguiente manera: hasta los años ’70 Lacan consideraba que
R-S-I, los tres registros de la experiencia, se mantenían unidos y articulados,
cada uno con sus características, bajo el predominio de lo simbólico; a partir de
ahí, propone que esas tres dimensiones más que solidarias son discordantes, de
manera que pueden anudarse aunque no es necesario que se anuden. Así, la
investigación psicopatológica se enfoca a averiguar qué hace que determinado
sujeto permanezca equilibrado, qué tipo de anudamiento le permite mantenerse
más o menos estable, qué función estabilizadora le aporta determinado síntoma
o apoyatura. En fin, esta clínica borromea implica una atención muy especial a
la relación entre el cuerpo (imaginario), el verbo (simbólico) y el goce (real), a
las distintas posibilidades de que estos tres registros permanezcan anudados
entre sí o mediante otros nudos suplementarios.
Se trata, por tanto, de una clínica más sutil y discreta si se la compara con
los grandes tipos clínicos descritos por la psicopatología clásica y explicados por
la clínica de las estructuras. A mi manera de ver, este modelo de los nudos podrá
adquirir la consistencia teórica y la utilidad clínica que tiene la clínica
estructural sólo si conseguimos dotarlo de una semiología clínica que permita
aprehender, clasificar e interpretar las experiencias que el sujeto trasmite en sus
dichos.
Tú has desarrollado un modelo unitario de psicosis, expuesto tanto en La
invención de las enfermedades mentales como en Estudios sobre las psicosis.
¿Podrías decirnos algo de él, aunque sea muy brevemente? ¿Puedes decirnos
algo de las nociones en las que se basa, nociones que has investigado en los
últimos años: ¿Certeza? ¿Discontinuidad? ¿Fenómenos elementales? ¿Polos de
la psicosis? ¿Función del delirio?
Los modelos psicopatológicos deben supeditarse al trato con el doliente y
ajustarse al rigor de las expresiones del pathos. Según esto, a un psicoanalista le
conviene elaborar una Psicología patológica que le posibilite intervenir,
mediante la palabra, en el malestar. Eso implica, también cuando se trata de la
psicosis, que el sujeto no quede abolido por la enfermedad, es decir, que
conserve, aún estando loco, su responsabilidad y disponga de la capacidad de
rectificar o de maniobrar en el drama que ha construido. Por tanto, el modelo
apropiado, el que conviene a la terapéutica psíquica, es el de la locura parcial,
esto es, el que encumbra al sujeto en la posición de agente de su locura y, por
ello, también lo considera agente y participante de su curación.
El modelo que planteo en el último capítulo de La invención de las
enfermedades mentales es el resultado una larga elaboración. Quien lo lea con
atención se dará cuenta de que se inspira en la locura del Dr. Schreber; de ahí
surgen los aspectos esenciales: la discontinuidad, la certeza, el fenómeno
elemental, la función estabilizadora del delirio y la visión unitaria de la psicosis.
Es un caso tan ejemplar que contiene prácticamente todo el repertorio de
experiencias psicóticas. Pero lo más importante que aporta su magisterio, tal
como Freud descubrió, es que es el propio sujeto Schreber quien maniobra y
realiza cada movimiento, sea para precipitarse en el abismo o para trabajar
delirando en pos de su restablecimiento.
Soy partidario de la discontinuidad porque es lo que observo en mis
pacientes. Siempre hay un antes y un después, una crisis o ruptura, sea en la
esquizofrenia o en la paranoia. De ello nos advierten algunos autores clásicos
con todo lujo de detalles, por ejemplo Lasègue al describir los delirios de
persecución. Desde un punto de vista lógico conviene distinguir dos tiempos en
la edificación de cualquier psicosis: el primer tiempo se concreta en el vacío de
significación o experiencia enigmática; el segundo se caracteriza por las
distintas respuestas que el sujeto perplejo pueda construir.
Ahora bien, ¿qué es lo genuino de la locura? Desde luego, si hay algo
inherente a la locura es la certeza; más aún, una certeza que no se puede
compartir, de ahí gran parte de la soledad esencial del psicótico. Nietzsche, en
Ecce homo, lo dice con rotundidad cuando afirma que no es la duda la que
vuelve loco al hombre, sino la certeza; y lo mismo podemos extraer de las
palabras del Premio Nobel John Forbes Nash, uno de los más destacados
profesores de psicosis: «Me sentía como un profeta que vagaba solo por el
mundo, alguien que tenía una gran verdad que transmitir pero que no
encontraba ningún interlocutor».
La trabazón de la psicosis y la certeza se pone de relieve no sólo en los
grandes fenómenos, como la alucinación o el delirio, sino también en los más
discretos o elementales, es decir, en ese conjunto de manifestaciones
minimalistas que nos orientan en el diagnóstico y en la dirección de la cura.
Tanta importancia le concedo a la certeza, sea como axioma del delirio o como
experiencias de certeza, que me atrevería a calificar de «psicóticos» a aquellos
sujetos que han experimentado, experimentan o pueden llegar a experimentar
determinadas vivencias genuinas e inefables, todas ellas caracterizadas por una
certeza que no pueden compartir con nadie y que comanda todos los
movimientos de su vida. Si se admite este supuesto, una comunidad de
experiencias conjuntaría todas las posibles formas de presentación de la
psicosis, sean clásicas o actuales, más locas o más discretas, lo parezcan o no lo
parezcan.
Podemos preguntarnos también a qué se debe que alguien pueda albergar
dudas o creencias, mientras que algunos sujetos, en determinados ámbitos de su
experiencia, están bajo la égida de la certeza. Por supuesto, esos hechos guardan
una relación consustancial con el mecanismo que los origina, la Verwerfung o
forclusión; de ahí deriva esa cualidad de ser vividas como reales, verdaderas,
referidas y ensambladas al sujeto. Es necesario tener presente que del
mecanismo de la Verwerfung surgen dos dimensiones que actúan de forma
sincrónica: por una parte, el sujeto no se reconoce autor de eso que rechaza de
forma radical; por otra, esas representaciones que no han entrado en el proceso
de la simbolización le retornan, siendo experimentadas como proviniendo de
otro lugar pero aludiéndole, pues al fin y al cabo son sus propias
representaciones. En ese sentido se puede afirmar que todas las experiencias de
la certeza son testimonios de primera mano o efectos primigenios del
mecanismo causal que constituye la estructura psicótica.
También de Schreber deriva la concepción de los polos de la psicosis. En
síntesis, propongo que se puede entrar en la psicosis por varias puertas:
melancolía, paranoia o esquizofrenia. En muchas ocasiones, con algunos
pacientes a los que conocemos bien, sabemos incluso la puerta por la que
entrarán en la locura: cuando prevalecen los fenómenos elementales del tipo de
la autorreferencia enfermiza, lo más seguro es que el sujeto abra la puerta de la
paranoia, puesto que ya existe un Otro detrás de las experiencias de
autorreferencia; en cambio, los fenómenos de fragmentación del pensamiento y
ruidos en el cuerpo, es decir, todos los fenómenos del Pequeño Automatismo
clérambaultiano, ya nos advierten de que, si se abre alguna puerta, esa será la de
la esquizofrenia o automatismo mental.
Paul Schreber, el profesor de psicosis, me inspira también para proponer
una concepción unitaria de la psicosis, esto es, la posibilidad de transición de un
polo a otro, de que el psicótico que busca reequilibrarse pueda desplazarse por
las distintas polaridades que permite la estructura. Esta concepción es contraria
a la visión de las enfermedades mentales como entidades independientes, al
estilo de Kraepelin. También se opone a aquellas propuestas favorables a la
Einheitspsychose (psicosis unitaria), como la de Griesinger o la de Llopis,
porque en ellas es el organismo el que determina la causa, la evolución y la
terminación de la enfermedad. En el fondo, con este proyecto trato de alentar la
confianza en el loco y en las posibilidades que tiene, a menudo con ayuda, de dar
con algún tipo de estabilización. Estoy de acuerdo en que existen locos más
esquizofrénicos, otros más paranoicos y otros más melancólicos. Desde luego,
así es. Pero el modelo de las enfermedades psicóticas independientes me parece
demasiado rígido y limita las opciones del sujeto; es un modelo determinista en
el que el sujeto sólo cuenta en tanto que pasivo.
Por otra parte, me parece más acorde con los hechos clínicos el modelo
de los polos de la psicosis y la concepción unitaria de la psicosis. Partiendo de
esa referencia, podemos explicarnos las numerosas variaciones y transiciones
que se sucedan en el curso de la psicosis entre los polos del humor y de la razón,
o viceversa, sin tener que recurrir a ese engendro psicopatológico llamado
«patología dual». Por lo demás, la perspectiva unitaria favorece y consolida el
binomio esencial de cualquier proyecto psicopatológico, es decir, la oposición
entre neurosis y psicosis. También permite adoptar una distancia prudente
respecto a la proliferación de nosografías demasiado apresuradas y cambiantes,
las cuales, más que suponer un progreso, indican la confusión reinante y los
intereses extraclínicos que hay detrás.
Este tipo de concepciones facilita además una mejor aprehensión de la
estructura en su conjunto, al tiempo que perfila las posibles oscilaciones
comandadas por cada sujeto particular entre los polos de la razón (esquizofrenia
y paranoia) y del humor (melancolía y excitación). Schreber, como decía, es el
gran abanderado de la psicosis única: entró en el mundo de la locura por la
puerta de la melancolía, pero se recuperó; al cabo de unos años, presentó un
brote esquizofrénico en toda regla, de cual paulatinamente se reequilibró
mediante un delirio paranoico. En fin, me parece más fiable y riguroso Schreber
que Kraepelin.
Tu libro "La invención de las enfermedades mentales" termina con estas
palabras:
“El análisis del delirio nos enseña que detrás de esas ideas, tan
raras como amadas, alguien bracea para aferrarse a la vida.
‘Nadie por sí mismo tiene fuerzas para salir a flote –escribió
Séneca-. Precisa de alguien que le alargue la mano, que le
empuje hacia fuera.’ Nuestro cometido consiste en tenderle la
mano e indicarle la buena dirección adonde dirigir sus
esfuerzos.”
¿Puedes explicitar más estas últimas palabras? ¿Cuál te parecen que deben ser
los objetivos de un psicoanalista al tratar a un paciente psicótico?
Con la cita de Séneca me proponía señalar varios aspectos. En primer lugar,
enfatizar que dentro de cada psicótico existe un sujeto que trabaja con ingenio
para restaurar el universo existencial que se ha hecho pedazos con la entrada en
la locura. En segundo lugar, reafirmar que el quehacer autoterapéutico del loco
requiere, a menudo, de la presencia y compañía de un clínico que dirija y
module esas tentativas. En tercer lugar, la mano que les tendemos a los
náufragos de la locura, la transferencia, es con diferencia el agarradero más
consistente a partir de cual dirigir las operaciones de rescate. Por último, al
evocar a Séneca he querido mostrar la intemporalidad del drama humano,
donde la locura es su fracaso más estrepitoso.
Por lo demás, el tratamiento psicoanalítico de la psicosis es un asunto
que está en plena renovación e invención, aunque ya disponemos de cierta
experiencia y conocemos mejor las características de la estructura psicótica.
¿Qué puede hacer un psicoanalista con un psicótico?
A esta pregunta no puedo responder de una forma sistemática, echando mano
de un Vademecum ad hoc. Espero, algún día, terminar un proyecto en el que
estamos empeñados Pepe Eiras y yo, un libro sobre el tratamiento psicoanalítico
de la psicosis. Por el momento me limitaré a ciertos apuntes.
Considero que un psicoanalista puede intervenir en la psicosis de
múltiples manera, no sólo mediante un tratamiento propiamente psicoanalítico.
Los analistas que trabajamos en instituciones sabemos que nuestras
intervenciones no se limitan al especio de la consulta. Muchas veces son más
decisivas las que suceden en el pasillo, en la sala de espera, en la calle o las que
se atienden por teléfono. De entrada, el psicoanalista debería de estar lo
suficientemente formado como para saber qué es lo que le conviene a tal sujeto
en determinado momento, es decir, qué tipo de intervención realizar de acuerdo
con la coyuntura y la situación subjetiva del paciente. A veces se consiguen
estabilizaciones duraderas dando la puntada en el desgarrón que conviene. No
es más que eso.
Trato con un hombre adulto desde hace más de diez años, alguien que
vino a consulta empujado por toda la familia. Se sentaron frente a mí, él, su
mujer y los hijos. Me dijo que su mujer bebía, que estaba muy insoportable, que
no le dejaba dormir por los ruidos que hacía con las botellas. Mientras decía
esto, la mujer y los hijos me hacían gestos para indicarme que eso era falso, que
quien estaba enfermo era él. Así y todo, le eché un bronca sonora a la mujer
delante de todos y la recriminé sobre la bebida. Salieron todos consternados de
la consulta, excepto él, a quien recomendé que viniera a verme y que más valía
que él tomara el tratamiento psicofarmacológico si quería dormir y
tranquilizarse. Volvió al cabo de dos semanas y era otro. Estaba apaciguado,
volvía a pasear por las calles, entraba de nuevo en los bares, le llevaba la compra
a la mujer. En fin, nada de aquel delirio relacionado con su cónyuge. Lo que no
se explicaba era cómo, tomando él las pastillas, le hacían efecto a la mujer, que
había dejado de beber y ya no era una borracha. Algo de su goce insufrible
relativo a la mujer se había atenuado y reubicado. Sólo eso, ya no deliraba
porque no necesitaba delirar.
A lo que estamos obligados cuando tratamos con locos es a conocer los
movimientos y posibilidades que permite la estructura psicótica y las
experiencia inefables del psicótico. También, es necesario que estemos al tanto
de la inversión característica de la transferencia psicótica, lo que debe contribuir
a contrabalancear la propensión hacia la erotomanía o persecución de la
transferencia del loco. Asimismo, nuestras intervenciones deben tomar el
camino contrario al de la búsqueda de sentido o de significaciones ocultas; más
bien, se orientan hacia un vaciado y relativización.
Mencionando únicamente estas apreciaciones, se advertirá que estamos
en las antípodas del tratamiento clásico de los sujetos neuróticos. Así es, ni
echamos mano de la interpretación ni del diván, ni siquiera del Sujeto-supuesto-
Saber de la transferencia, pues si alguien sabe, si alguien tiene una certeza, ese
es el psicótico; muchas veces no somos más que «secretarios del alienado»,
como decía Jean-Pierre Falret y Lacan teorizó.
Debemos, además, asumir un compromiso distinto, seguramente más
estrecho y consistente, pues para el psicótico la presencia del analista (del
clínico) es asunto de vida o muerte. Pensemos al respecto cuántas veces alguno
de nuestros pacientes nos llama por teléfono, sin decir una palabra, sólo para
asegurarse de que estamos vivos, con lo cual su vida deja de estar en riesgo. En
verdad, hace falta un cierto arrojo y mucho entusiasmo para tratar con locos.
Pues de los psicóticos que hoy hemos atendido por primera vez, muchos de ellos
se jubilarán con nosotros; siempre y cuando ellos nos consideren a la altura,
claro.
Otros no, entran y los dejamos ir porque así lo creemos conveniente. En
este último supuesto entra un hombre de unos cuarenta años al que recibí en
una ocasión en el Centro de Salud Mental, remitido por el cardiólogo, quien no
veía gran cosa que explicara sus dolores, «aunque algo tenía, pero sin
importancia». Ese hombre no tenía ningún interés en hablar conmigo, pero me
pareció evidente que hablaba un «lenguaje de órgano» característico de la
esquizofrenia. Le recomendé que volviera al cardiólogo porque, como él decía,
«algún día darán con lo que me pasa». Llevaba años así y supuse que seguiría de
la misma manera, en ese equilibrio que le aportaba la tendencia asintótica.
¿Acaso podía hacer yo algo más efectivo que ese remiendo que él ya se había
fabricado?
Desde luego, lo que buscamos con el psicótico es favorecer algún invento
que sirva de estabilizador, cosa que muchas veces está muy alejado del sentido
común o de lo que la familia y la sociedad esperan. Una de las cosas más
complicadas, que lleva mucho tiempo aprender, es averiguar no sólo qué hace
enfermar a tal sujeto sino qué le hace reequilibrarse. En este punto son muy
necesarias las entrevistas preliminares, sean cuantas sean; resulta
imprescindible hacer una buena «historia de su vida», como dicen los alemanes,
de manera que podamos saber algo de lo que a ese sujeto le estabiliza y algo de
lo que le desestabiliza. Esas son dos claves esenciales para indicar la dirección a
seguir o para bordearla.
Por lo demás, es obvio que con el psicótico no vale la pena cuestionar su
certeza. Pero sí vale la pena cuestionarle acerca de cómo sabe él eso, que es muy
distinto a poner en tela de juicio su convicción. Es también evidente, cuando se
tiene cierta experiencia, que hay delirios que van bien y otros que sólo añaden
más horror. Los que van bien, esto es, los que contribuyen a la estabilidad son
sobre todo de dos tipos: unos procuran un aplazamiento –a veces indefinido–
de la realización de esa violencia esencial del Otro; otros son los tendentes a la
consecución de algún tipo de reconciliación, entendimiento o pacto con el
perseguidor, salutífero resultado que consiguen algunas creaciones delirantes,
como la conseguida por Paul Schreber.
Con respecto al uso de psicofármacos (neurolépticos) en el tratamiento
de la psicosis, naturalmente estoy a favor, siempre y cuando se usen
adecuadamente y procurando administrar las dosis mínimas posibles, asunto
que más vale pactar con el loco cuando está a la altura del rigor que le
suponemos. Los neurolépticos desempañan una labor importante en los
momentos críticos, pero cuando se emplean en el marco de un análisis, sobre
todo deben favorecer que el paciente pueda hablar y relacionarse mínimamente.
Como son tranquilizantes mayores, esos medicamentos contribuyen a reducir la
angustia. Por lo que parece, los neurolépticos son más eficaces cuanto mayor y
más grande es la fragmentación inducida por el brote esquizofrénico, es decir,
con las formas de psicosis dominadas por la xenopatía del lenguaje y del cuerpo.
No puede decirse lo mismo de la melancolía delirante o de la paranoia, tipos de
psicosis asentadas en un axioma delirante al que el fármaco no hace la menor
mella. Por otra parte, es necesario tener presente que los neurolépticos inducen
en ocasiones una desvitalización tan profunda, que el sujeto, deprimido
severamente, se encuentra en riesgo de un paso al acto suicida. El psicopatólogo
sabe muy bien que esos estados depresivos no son una nueva enfermedad que
sobreviene a la paranoia o a la esquizofrenia, una patología dual; sabe muy bien
que no son el curso natural de la psicosis. Por el contrario, sabemos con claridad
que arrasar la capacidad de pensar mediante drogas repercute, de forma directa,
en esa profunda desvitalización.
En las Unidades de Rehabilitación se usan a menudo programas
cognitivo-conductuales destinados a la realización de tareas, pues a falta de
deseo, al psicótico se le quiere poner en marcha a base de cometidos.
Posiblemente ahí ese tipo de terapéuticas tenga su interés. Pero me resulta
difícil imaginar un terapeuta cognitivo-conductural dirigiendo el tratamiento de
un psicótico.
¿Qué papel te parece que debe jugar la atención a la familia del paciente
psicótico en tratamiento y cómo entiendes que debe ser esa atención?
No tengo experiencia en ese campo. Lo que pueda decir al respecto son
vaguedades sacadas de algunas lecturas.
3. …AL CLÍNICO COMPROMETIDO CON LA ASISTENCIA PÚBLICA
¿Cómo ves la evolución de los equipamientos de salud mental públicos en tu
comunidad? ¿Hasta qué punto los enfoques economicistas y los criterios de
gestión están interfiriendo en el trabajo clínico?
Lamentablemente es así. Los Centros de Salud Mental, la Unidades de
Hospitalización, de Rehabilitación, los Hospitales y Centros de Día, las
Comunidades terapéuticas, en fin, cualquier dispositivo está a merced de la
Administración; eso como mal menor, porque cuando la financiación es
privada, las cosas no suelen pintar bien. En nuestra Comunidad hemos vivido,
en mi opinión, una época dorada. A medida que los equipos de salud mental
maduraron en experiencia, la relación con los médicos de Atención primaria
(fuente de la mayor parte de derivaciones a los C.S.M.) fue agilizando nuestro
trabajo: se seleccionaba mejor las derivaciones; el uso que ellos hacían de los
psicofármacos era muy correcto y sólo cuando los pacientes no mejoraban tras
un primer tratamiento, nos los remitían a Atención especializada. Por otra
parte, estábamos en contacto telefónico directo, con el médico de guardia y los
psiquiatras de hospitalización. Bastaba levantar el teléfono y decir: «Fulano, te
envío a Mengano porque tiene un subidón terrible. Sería mejor ingresarlo.
Llámame más tarde y me dices». La mayoría de nosotros conocíamos a casi
todos los pacientes, porque llevábamos muchos años trabajando en los mismos
sectores, y casi todos somos funcionarios de carrera, con lo cual había una gran
estabilidad de las plantillas.
Creo que la reforma psiquiátrica logró aquí cotas muy elevadas de eficacia. Pero
las cosas cambiaron hace unos años, cuando se reestructuraron las áreas
sanitarias y cerraron el manicomio Villacián. La Unidad de hospitalización se
trasladó al nuevo Hospital Universitario Río Hortega. No sé cómo la
Administración no se da cuenta de que un loco no es alguien que tiene que estar
encamado, sino que necesita espacio. En el manicomio, los ingresados jugaban a
futbolín, fumaban, veían la tele o salían al patio; el que estaba un poco
hipomaníaco, echaba unas carreras y tan a gusto. Cuando hace unos meses se
realizó el traslado de los ingresados del Villacián al nuevo Hospital, un paciente
nuestro, el primero en llegar a las nuevas instalaciones, dijo: «Esto está muy
bien, pero no para nosotros, los locos. Esto está bien para que curen cuando te
haces una herida o si te tienen que quitar una verruga».
Afortunadamente no estamos muy presionados, como sucede en otras
Comunidades, con el uso de protocolos, tiempos de citas, duración de consultas.
Yo hago lo que me parece mejor con cada paciente; es lo que lo hacemos la
mayoría. Hay pacientes que vienen sin cita, cuando tienen una urgencia
subjetiva; pasan varias veces a la semana, a veces ni siquiera entran en la
consulta, te ven por el pasillo, te saludan, ven que estás por allí y se van tan
tranquilos. Por naturaleza soy poco amigo de protocolos. Lo hago a mi estilo,
pero jamás me ha parecido que desatiendo o atiendo peor por no ritualizar mi
forma de trabajar. De momento la Administración no nos ha atornillado
demasiado, cosa que agradecen los paciente. Hace poco, una enfermera que vino
a sustituir a la nuestra para poner los neurolépticos depot, dijo, un poco
asustada: «Estos enfermos están todos muy locos. Nunca había visto a los
psicóticos hablar tanto. Del Centro que vengo, pasan el tiempo en silencio y
están todos atontados».
¿Qué presencia tiene el Psicoanálisis en la asistencia pública de tu comunidad?
Como he dicho antes en varios momentos, el Psicoanálisis tiene aquí una fuerte
impronta en la sanidad pública. Es el principal referente en nuestras prácticas y
el modelo fundamental a transmitir a los estudiantes y residentes de Psicología
Clínica y Psiquiatría. Me atrevería a decir que el último bastión del Psicoanálisis
en las instituciones sanitarias somos nosotros. Pero ya no estamos tan solos.
Con ese movimiento que llamamos La Otra Psiquiatría, un grupo de amigos
que trabajamos en instituciones públicas, estamos reconquistando terreno…
¿Cómo te parece que se puede cuidar la salud mental del equipo de salud
mental, en particular los que se dedican a atender a pacientes psicóticos?
Todos sabemos que la calma de los manicomios es proporcional a la
tranquilidad de quienes allí trabajan; en los Centros de Salud Mental sucede
algo parecido, aunque a menor escala. Nosotros, en ninguno de los Servicios,
participamos en grupos o reuniones destinadas a serenarnos. ¿Qué hacemos?
Yo amo lo que hago; en realidad sólo hago lo que quiero. Hablamos, hablamos
mucho de los pacientes, mientras tomamos un café, cuando vamos de viaje; la
locura y los pacientes forman parte de nuestras vidas, están incorporados a
nuestra familia. Cuando Colina y yo salimos con los residentes, lo habitual es
hablar de tal o cual paciente, al que últimamente le pasa algo que acabamos de
entender. Ese es nuestro principal tema de conversación; el nuestro y el de los
residentes.
En la asistencia pública catalana se están desarrollando Programas sobre
atención y prevención a las psicosis incipientes. Si los conoces, ¿qué opinión te
merecen?
Nosotros no aplicamos ese programa. En mi opinión, el diagnóstico de psicosis
antes de una crisis psicótica siempre puede dar lugar a engaños. Por otra parte,
es cierto que el conocimiento de la microfenomenológía clérambaultiana y todo
ese pequeño universo de fenómenos elementales que anteceden el brote, dan
muchas pistas. Pero hay que andar con cuidado y ser prudentes.
Trataré de explicarme. La mayor seguridad respecto a un diagnóstico de
psicosis la proporciona la crisis, su huella de identidad. Cuanto más nos
alejamos de ese momento álgido, mayor es la posibilidad de equivocarnos. Un
clínico experimentado no suele errar en este tipo de diagnósticos, siempre y
cuando existan manifestaciones genuinas de psicosis, tal como las acredita la
semiología clínica.
El caso es que también sabemos que hay muchas psicosis cuyas
manifestaciones son discretas, incluso dan la impresión de una
«hipernormalidad». Aquí las cosas comienzan a complicarse. Se necesita mucha
experiencia y estar bien orientado por la teoría; eso es lo fundamental. También
mucha experiencia se requiere para darle a determinado fenómeno raro el rango
de fenómeno elemental psicótico. Eso implica un amplio conocimiento de la
semiología, a la que de continuo debemos contribuir. En el momento actual,
nuestro reto consiste en traducir a la semiología clínica las rarezas (respecto al
cuerpo, al lenguaje y a la relación con los otros) de muchos sujetos que nos
consultan hoy día.
Pero hay que ser extremadamente cautos. Si no lo somos, acabaremos
viendo psicóticos por doquier. Estoy totalmente en contra de la generalización
del diagnóstico de psicosis y de ampliar sus fronteras. Todas las categorías de
nuestra clínica son artificiales. Los límites los colocamos a conveniencia, en
unos casos a conveniencia de la observación y de la teoría, en otros a
conveniencia de la industria o las compañías de seguros. Por eso quiero llamar
la atención sobre ese tipo de programas, porque pueden estar al servicio de
intereses espurios. Si no recuerdo mal, hace tres lustros comenzó una campaña
de ese tipo en EE.UU y Australia, donde dos de los más potentes laboratorios
que comercializan neurorolépticos quisieron hacer el agosto promocionando la
detección temprana de psicóticos, a los que inmediatamente se ponía en
tratamiento médico. Este es el problema. Por tanto, si estamos del lado de los
locos, debemos ser sumamente cautelosos para situarnos a la altura de su rigor.
Por último. Tú tienes una importante trayectoria como editor. Últimamente
has publicado junto a Fernando Colina y Ramón Esteban una colección de
textos clásicos de psicopatología, Los alienistas del Pisuerga, en la Editorial
Ergon. Los tres primeros números son: 'Las locuras razonantes', de Paul
Sérieux y Joseph Capgras; 'Delirios Melancólicos: Negación y Enormidad',
que contiene una selección de textos de Jules Cotard y una monografía
completa de Jules Séglas; y 'Memorias', de Emil Kraepelin. ¿Cúal es el próximo
libro de la colección? ¿Qué nuevos proyectos editoriales tenéis?
Dentro de un par de semanas se publicará La histeria antes de Freud, con textos
de Gilles de la Tourette, Briquet, Charcot, Lasègue, Falret, Colin, Kraepelin,
Bernheim y Grasset. Como todos los de esta colección, se trata de una edición
crítica con múltiples anotaciones a pie de página y una amplia introducción. El
próximo año nos hemos comprometido a la edición de dos volúmenes más:
Enrico Morselli (Manual de semiótica de las enfermedades mentales) y Jules
Séglas (Lecciones clínicas).
Me gustaría, para despedirme, mostraros mi agradecimiento y desearos
suerte para el cabal desarrollo de esta revista electrónica. Me llena de
satisfacción comprobar cómo las cuatro ideas que tengo, convertidas en libros o
expuestas en conferencias, pueden alcanzar alguna resonancia. Pero me
satisface más darme cuenta de que han sido entendidas en los justos términos
que me animaron a lanzarlas al aire. Por eso, os muestro mi gratitud por esta
entrevista. A veces, de lo que se escribe en soledad obra el milagro de la
compañía.
Libros publicados por José Mª Álvarez:
Estudios sobre las psicosis, Grama, 2008.
La invención de las enfermedades mentales (edición revisada y
ampliada), Gredos, 2008.
Fundamentos de psicopatología psicoanalítica (junto a Ramón
Esteban y François Sauvagnat ), Síntesis, 2004.
Libros publicados en la colección Los alienistas del Pisuerga de la Editorial
Ergon:
Las locuras razonantes de Paul Sérieux y Joseph Capgras
Delirios Melancólicos: Negación y Enormidad de Jules Cotard y
Jules Séglas
Memorias de Emil Kraepelin
La histeria antes de Freud de Gilles de la Tourette, Briquet, Charcot,
Lasègue, Falret, Kraepelin y otros.
JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ
José Mª Álvarez es también el autor de " La invención de las enfermedades mentales" (Ed. Gredos, 2008), una obra excelente que pretende «revitalizar y pulsar algunas de las cuestiones que nuestro trato con la locura nos despierta de continuo y que han sido sobradamente desarrolladas por nuestros clásicos: las experiencias genuinas de la locura, el estatuto de la certeza y el axioma delirante, las distintas modalidades de nacimiento a la psicosis y sus fenómenos elementales prodrómicos, la discontinuidad del acontecer vital,el desgarramiento de la identidad y sus posibles estabilizaciones, la arquitectura del delirio y su función, la responsabilidad del loco en su locura y los polos de las psicosis que predominan o se alternan a lo largo de esa nueva dimensión de la experiencia a la que convenimos en llamar psicosis o locura» (La invención de las enfermedades mentales, p. 23).
Además de un destacado estudioso de la psicopatología, especialmente de
las psicosis – otra obra suya es Estudios sobre las psicosis (Grama Editorial,
2008)–, José Mª Álvarez es Doctor en Psicología y especialista en Psicología
Clínica; es también psicoanalista lacaniano, miembro de la Asociación Mundial
del Psicoanálisis, y un clínico comprometido con la asistencia pública. En la
actualidad realiza una intensa actividad clínica y docente en el Hospital
Universitario Río Hortega de Valladolid, donde es Coordinador-tutor de
Residentes. Por otra parte, son conocidas sus aportaciones a la Revista de la
Asociación Española de Neuropsiquiatría, en la que ha realizado una
importante labor de divulgación del pensamiento psicopatológico.
¿Cuándo y cómo nace en ti esa pasión que trasmites por la historia de
la psicopatología, por los autores clásicos?
Lo primero de todo fue la pasión, después vino la locura, más tarde la historia,
es decir, los clásicos, y, por fin, la transmisión. Soy hombre de pocas pasiones
aunque intensas, cada vez más moderadamente intensas, cosa que me ha hecho
más feliz con el paso de los años. Desde que recuerdo, la pasión me acompaña;
la pasión entendida sobre todo como inclinación vehemente hacia algo.
Todo lo que escribimos, de todo lo que hablamos cuando enseñamos,
aunque sean materias muy específicas, todo eso es siempre autobiográfico. Sé
algunas cosas fundamentales de cómo he llegado a ser lo que soy. Me costó
bastantes años de Psicoanálisis, pero mereció la pena, ya lo creo. Mi interés por
la historia surgió ahí, en el diván. Tenía que responderme algunas preguntas
acerca de mi propia historia, un tanto sigular; supongo que como la de casi todo
el mundo.
Respecto a por qué la locura y no otro ámbito del saber, creo que sobre
todo por narcisismo. Alguien que ha marcado mucho mi vida, cuando yo no era
nadie (lo digo en el sentido fuerte del término) me dijo que sería «un genio o un
loco». Es un alivo no ser ni una cosa ni la otra, pero me construí con los ecos de
esa referencia.
Los clásicos de la psicopatología y la locura fueron el tema de mi tesis
doctoral sobre la paranoia. Le dediqué muchos años. Cuando lo recuerdo ahora,
me parece que la escribí en un espacio que mezcla elementos de la consulta de
mi analista y las bibliotecas que visité. En ese espacio pude apuntalar dos pilares
fundamentales. Por una parte, recuperé y recreé la imagen de un padre
elocuente; lo era, es cierto, aunque seguramente menos de lo que necesité creer
para hacerme yo mismo elocuente. Por otra, aún tengo muy presente cómo
quise, con el primer cuaderno que escribí de principio a fin, ser el primero para
mi madre. Debe ser porque no lo conseguí, por lo que escribo libros muy
extensos.
Con todas estas mimbres llegué un buen día a transmitir lo poco que
sabía. Eso me ha hecho muy feliz. Por momentos sigo sin creerme que me
escuchen o lean en serio. Prefiero pensar eso; la soberbia es un pecado
deplorable. Lo hago con pasión porque el Psicoanálisis y la psicopatología son
parte fundamental en mi vida. Es devoción, no obligación. Más que la materia
que se enseña, lo que se transmite es la pasión.
¿Qué dirías que puede aportar la lectura de los clásicos de la psicopatología al
psicoanalista de hoy?
A mi manera de ver, el estudio de la psicopatología clásica es
fundamental para cuantos se forman en Psicoanálisis, Psicología clínica y
Psiquiatría. Lo es porque contiene una enseñanza directa de las distintas formas
de manifestarse el pathos.
Era bastante habitual que los alienistas pasaran muchas horas en los
manicomios, que algunos incluso vivieran allí con sus familias. Durante los años
que Paul Schreber permaneció ingresado en el manicomio de Sonnenstein,
compartió mesa con su director, el Dr. Guido Weber. La observación de los
enfermos constituía en sí misma una materia fundamental de estudio. Basta con
dar un vistazo a los tratados de entonces, como el de Jean-Pierre Falret (Des
maladies mentales et des asiles d’alienés, 1864), para comprobar que se
dedicaban a esta cuestión muchas lecciones, a veces las más importantes; había
amplísimos volúmenes, como el Manuale di semeiotica della malattie mentali
(1885) de Morselli o los Élements de sémiologie et clinique mentales (1912) de
Chaslin, por entero dedicados a ello; libros de introducción a la clínica
psiquiátrica mediante presentación de enfermos y comentarios de sus dichos,
expresiones, vestimentas y comportamientos, como la Einführung in die
psychiatrische Klinik (1901) de Kraepelin o las Leçons cliniques (1895) de
Séglas, eran habituales. En eso, los clásicos nos han superado
considerablemente. Sin embargo, a medida que fue imponiéndose la mirada
médica sobre la locura y la Psiquiatría se fue haciendo más y más científica, la
observación de enfermos dejó de interesar y el diálogo con los alienados se fue
acallando, hasta convertirse en un mero interrogatorio para conocer la gravedad
del estado mental. Es muy elocuente, a este respecto, el interés que antaño
suscitaron los escritos de los locos, y como, poco a poco –tal como explica Rigoli
en Lire le délire–, esos escritos se devaluaron al convertirse en un mero
instrumento destinado al diagnóstico.
En lo que se refiere a la creación de una semiología clínica y en la
descripción de los tipos clínicos más llamativos, el período más brillante abarca
todo el siglo XIX y las primeras décadas del XX. Las publicaciones actuales se
nutren de cuanto se escribió entonces. Cuando se desconocen esas referencias
tradicionales, la calidad de las publicaciones pierde enteros y los ensayistas se
enzarzan en discusiones obsoletas. La riqueza del vocabulario que atesoran
aquellas publicaciones y los matices que contienen sus descripciones son, en mi
opinión, muy superiores a los nuestros. Por todo ello, considero que los clásicos
de la psicopatología no pueden reducirse a un mero adorno, como algunos
pretenden para dar lustre a lo que dicen o escriben. Son, por el contrario, la
referencia primera.
Hace muchos años escribí un editorial para la revista Psiquiatría pública,
titulado «Los clásicos, por supuesto». Me sorprendió el debate al que dio lugar,
porque recibí algunas cartas acusándome de anacrónico y cosas así. Me parece
que nuestra historia es demasiado reciente como para pecar de anacronismo,
máxime si se tiene en cuenta que la mayoría de los debates actuales son una
repetición de los que se sucedieron en los años fundacionales de la disciplina, a
lo que hay que añadir que en la actualidad la amplitud de miras es un tanto
estrecha. Piénsese, a este respecto, en ese cajón de sastre al que llamamos
Trastorno bipolar, el cual se vende como un descubrimiento reciente. Pues bien,
quien haya leído la última edición del Lehrbuch de Kraepelin, la parte referida a
la locura maniaco-depresiva, sabrá de sobra que ya está allí, en toda su
extensión y con todas sus contradicciones internas, ese embrollo del actual
Trastorno bipolar.
¿Cuáles son, según tu opinión, las principales aportaciones del Psicoanálisis a
la psicopatología?
Las principales aportaciones se pueden resumir en dos. Por una parte, las
descripciones aportadas por la psicopatología clásica, acéfalas desde el punto de
vista teórico, sólo alcanzaron a ser explicadas con el Psicoanálisis. Por otra
parte, el Psicoanálisis ha contribuido a la psicopatología psiquiátrica aportando
categorías nunca antes aprehendidas, como los estados límites, los narcisistas,
los “como si”, esto es, categorías que, para ser captadas y formuladas, requerían
de nuevos espacios y nuevas herramientas teóricas. Ambas contribuciones dan,
en mi opinión, la razón a Foucault cuando sostiene, en su tesis doctoral, que el
Psicoanálisis es el legítimo heredero de la clínica clásica. Trataré de explicarme
con más precisión, señalando las deficiencias de la psicopatología psiquiátrica y
aquellos ámbitos en los que el Psicoanálisis ha realizado sus aportaciones
principales.
Comenzaré por la contribución teórica o explicativa, la primera que he
mencionado. La psicopatología clásica aporta al conocimiento del pathos tres
aspectos fundamentales. En primer lugar, la semiología clínica, esto es, el tesoro
de términos creado para nombrar las distintas manifestaciones que afectan al
sujeto trastonado. Yo diría que ésta es la mayor contribución de la
psicopatología psiquiátrica; conocer esa terminología, advertir sus relieves y
discriminar sus matices me parece esencial para nuestra formación. Opino que
no se habla de la misma manera con un alucinado cuando se tiene presente, por
ejemplo, la descripción clérambaultiana del Automatismo Mental; que tampoco
se aprecia el calado y la relevancia de ciertas experiencias de autorreferencia si
se desconocen las sutiles apreciaciones al respecto de Neisser o Meynert, por
ejemplo. Para nosotros el conocimiento de la semiología es tan esencial como lo
es la anatomía para el cirujano.
En segundo lugar, en materia de nosografía (observación y descripción
aséptica del pathos, lo más objetiva que sea posible) se advierten ciertas
deficiencias, puesto que la observación y la descripción son dependientes de una
teoría; uno observa de acuerdo con lo que le permite su repertorio simbólico, de
acuerdo con sus ideales, con sus filias y fobias, etc. En el terreno nosográfico nos
encontramos lo mejor y lo peor de la psicopatología psiquiátrica. Con respecto a
los delirios crónicos, por ejemplo, Lasègue nos ofrece una insuperable
descripción del surgimiento y despliegue de estos delirios; en cambio, Magnan,
echando mano de una metodología propia de la patología interna, propone un
tipo de delirio crónico magníficamente descrito, pero con el único inconveniente
de que no hay enfermos que se amolden a esa “enfermedad”.
Otro tanto sucede en el terreno de la nosología (intento de explicar o
comprender los modos de enfermar y las diferencias con otras formas posibles).
También aquí se aprecian propuestas muy variadas y de calidad desigual. En
términos generales, las propuestas explicativas elaboradas por la psicopatología
psiquiátrica se pueden calificar de pobres o muy pobres. Cuando Clérambault
trata de explicar la etiología del Automatismo Mental recurre a “un proceso
histológico irritativo de progresión en cierta forma serpinginosa”; esta hipótesis,
a mi manera de ver, desmerece la enorme contribución descriptiva del
Automatismo.
Como se puede advertir ya, sitúo el origen del Psicoanálisis en el curso de
la historia de la Psiquiatría, precisamente en las incapacidades de la ciencia de
dar cuenta de los hechos que describe y de tratar adecuadamente el malestar del
alma. El Psicoanálisis surge en la grietas del edificio del saber psiquiátrico, en
sus insuficiencias teóricas, en lo que se desdibuja de sus observaciones y en lo
que la mirada médica no puede enfocar; ese territorio oscuro y confuso es el que
ilumina el Psicoanálisis, al aportarle una consistencia teórica y explicativa.
Se entenderá mejor lo que digo con la siguiente ilustración acerca de las
alucinaciones. A lo largo del siglo XIX y primeras décadas de XX se describieron
las alucinaciones con todo lujo de detalles. En ese proceso se advierte con suma
claridad cómo las alucinaciones se separan de otros fenómenos sólo
aparentemente similares, en especial las ilusiones y las alucinosis; se constata
además de qué forma el ámbito visual cede terreno frente al auditivo y verbal;
por último, resulta llamativo también el paulatino desplazamiento desde los
fenómenos más estruendosos y extravagantes a los más discretos y sutiles.
Limitándome a la psicopatología francesa, esa enorme contribución se llevó a
cabo con la ayuda de Esquirol, Baillarger, Séglas y Clérambault. A lo largo de
ciento treinta años, progresivamente, el «visionario» de Esquirol, el
«ventrílocuo» de Baillarger y Séglas, dieron paso a la figura del alucinado por
excelencia, el xenópata u hombre hablado por el lenguaje, descrito por
Clérambault. Todo este proceso culmina con la aguda propuesta de Séglas,
escrita poco antes de morir en su Prefacio al libro de Henri Ey Hallucinations et
délire (1934), según la cual las alucinaciones verbales no constituyen un
apartado de la patología de la percepción; son, por el contrario, una patología
del lenguaje interior. Quienes conozcan los estudios de Séglas sabrán que
durante todas sus publicaciones anteriores defendió posiciones totalmente
contrarias. Al final, aunque no fue capaz de explicarlo, cayó en la cuenta de que
las alucinaciones y el lenguaje estaban hechos de la misma pasta.
Todo este pequeño rodeo para mostrar que los más brillantes
observadores y retratistas del pathos intuyeron el papel del lenguaje en las
alucinaciones. ¿Pero de qué papel se trataba? La clínica clásica no aportó al
respecto ninguna respuesta. Pero sí lo hizo Freud cuando, desde sus primeros
trabajos, mostró que los síntomas están conformados de acuerdo con las leyes
del lenguaje. Y más aún, en el terreno de la locura y las alucinaciones, Lacan
consiguió trenzar una respuesta cabal a todas esas admirables descripciones de
sus compatriotas. El alucinado, el xenópata hablado por el lenguaje, constituye
la fuente de inspiración de la teoría lacaniana según la cual el lenguaje es
constitutivo del sujeto; de ahí el determinismo simbólico que presidió la
doctrina clásica de Lacan. Hay en el último tramo de la enseñanza de Lacan, sin
embargo, una vuelta de tuerca más: si se admite que el lenguaje es constitutivo
del ser (parlêtre), podría pensarse una dimensión genérica de la xenopatía, una
experiencia común a todos los hombres, a partir de la cual surgiría la nueva
pregunta de por qué no estamos todos locos o por qué no todos experimentamos
el lenguaje como un ente autónomo que nos usa para hablar a través de
nosotros.
Como puede observarse mediante esta ilustración relativa a las
alucinaciones, las aportaciones de la clínica clásica hallan en el Psicoanálisis su
desarrollo más legítimo y su explicación más cabal.
Saco a colación este aspecto del lenguaje porque me permite mostrar otro
punto fundamental. Soy de la opinión de que la mayoría de las construcciones
teóricas elaboradas en el marco de la psicopatología psiquiátrica presentan un
hiato situado entre el paso de la psicopatología a la Psicología general, es decir,
entre lo que caracteriza al enfermo y lo que constituye al sano. Continuando con
el asunto de las alucinaciones, da la impresión de que la psicopatología
psiquiátrica describe con suma precisión la alucinación como alteración
perceptiva y la diferencia de otros fenómenos vecinos, pero trastabilla y pierde
la razón cuando intenta decir qué es la percepción o, mejor aún, por qué la
alucinación es –como proponía finalmente Séglas– una patología del lenguaje
interior.
Por último, me resta comentar brevemente el hecho según el cual el
Psicoanálisis ha contribuido a la psicopatología psiquiátrica aportando algunas
categorías (estados límites, narcisistas, como si, etc.), categorías que se basan en
la observación y también en la relación (transferencia), asunto este último que
la psicopatología psiquiátrica apenas considera.
A las cuestiones que acabo de apuntar, es necesario añadir la incidencia
directa que tuvo el Psicoanálisis en el mundo de la Psiquiatría, nada más
ponerse éste en marcha. Sobre este particular hay que tener presentes tres
cuestiones de amplio alcance: en primer lugar, el binomio neurosis versus
psicosis se debe sobre todo a Freud; en segundo lugar, el territorio de las
neurosis era, hasta que Freud entró en escena, un auténtico galimatías; por
último, también en el ámbito de la locura, la repercusión de Freud fue decisiva,
como se advierte en el concepto bleuleriano de esquizofrenia.
¿Cómo ves las relaciones entre Psicoanálisis y Psiquiatría hoy? ¿Hasta qué
grado sigue siendo la Psiquiatría «un monólogo de la razón sobre la locura»,
como decía Foucault?
La Psiquiatría no es una; es múltiple. En alguno de sus flancos, el Psicoanálisis y
la Psiquiatría siguen caminando de la mano; eso lo veo todos los días en mi
trabajo. Pero esta hermandad tiende a ser excepcional, al menos en estos
momentos. La Psiquiatría actualmente hegemónica está al servicio de los
intereses económicos de las grandes farmacéuticas. Su futuro, como en cierta
ocasión dijo Germán Berrios respondiendo a una pregunta de Fernando Colina,
será el que interese al negocio de las multinacionales de los psicofármacos. Cada
vez estoy más convencido de que la Psiquiatría se ha enseñoreado de
cientificismo para justificar su silencio con el loco. Por eso, Foucault sigue
teniendo razón al afirmar que la Psiquiatría es «un monólogo de la razón sobre
la locura». Cuando afirma eso en su tesis doctoral, lo que trata de resaltar es la
desaparición –con la entrada en la plaza de las ciencias del discurso
psiquiátrico– del binómio locura-razón. De manera que la razón se ha impuesto
a la locura, la ha arrinconado y reducido a silencio. Cuando más se afianza esa
separación entre la razón y la insensatez, más se recrudece el repetitivo
monólogo de la enfermedad, esto es, la dimensión mórbida de esa experiencia
tan humana.
Como soy dado a la unión antes que a la discordia, confío en que
Psiquiatría y Psicoanálisis sumen sus fuerzas sin por ello renunciar a sus
esencias. Hay, al menos, dos terrenos de confluencia: la investigación
psicopatológica y la colaboración en materia de terapéutica; también hay
territorios en los que se dan la espalda y mantienen las espadas en alto, como
siempre ha sucedido en nuestra cultura entre los partidarios de las
enfermedades del alma y las del cuerpo, entre los que se toman en serio lo que
dicen los locos y los que piensan que eso son bobadas, como decía Kraepelin.
Para contribuir a la convergencia, los psicoanalistas debemos hablar el lenguaje
de la clínica cuando estamos con clínicos (psiquiatras, psicólogos clínicos,
médicos) y el lenguaje del Otro social, cuando estamos entre la gente de la calle.
¿Hacia dónde va la psicopatología? ¿Cómo valoras el actual momento
histórico de la disciplina?
El estado actual de la psicopatología es alarmante. Creo que vamos
paulatinamente a peor. Por una parte, la enseñanza que se dispensa en la
Facultades y en los Hospitales con los residentes, deja mucho que desear. Cómo
no va a ser alarmante, si todo el saber psicopatológico cabe en un libro (DSMIV),
incluso en un Breviario.
Si la ocasión es propicia y el paciente consiente, suele acompañarme en
las primeras entrevistas alguno de los residentes recién llegados. Al terminar,
acostumbro a preguntarles sobre el diagnóstico. No fallan. Saben de memoria
hasta el dígito concreto, por ejemplo: CIE-10, F32.9 (Episodio depresivo sin
especificación). Inmediatamente les pregunto por lo que le pasa, de qué sufre
esa persona y por qué sufre de eso; llegados a este punto, no saben qué decir.
Saben diagnosticar según criterios internacionales, pero no tienen ni idea de
qué le pasa al paciente.
Este hecho refleja con claridad el estado actual de la psicopatología:
aprender a diagnosticar según las taxonomías internaciones es simple; eso se
aprende en una asignatura de la licenciatura. En cambio, la psicopatología no se
limita al diagnóstico y menos aún a diagnósticos basados en ese tipo de
taxonomías estadísticas. La psicopatología debe aportarnos un saber más
profundo y personalizado: saber qué le sucede a determinado sujeto; desde
cuándo y en qué coyuntura apareció o reapareció; a qué se debe que sufra de
eso y no de otra cosa; cuál es la función que desempaña tal síntoma en su
economía mental; cuánto tiene de enfermo y cuánto de sano; en qué se soporta
su relativa estabilidad, es decir, qué puntales no hay que tocar; etcétera.
Poder responder con rigor a estas cuestiones exige mucho tiempo de estudio y
una larga experiencia clínica; pero no todo el mundo está dispuesto a gastar su
tiempo en eso. Toda esa simplificación de psicopatología, ese aplastamiento
hasta reducirla a un mero Breviario, tiene efectos contrastados entre los jóvenes
que están haciendo la especialidad de Psicología clínica o Psiquiatría: cada vez
son más lo que se sienten molestos con lo poco que les aporta hacer una
especialidad tan limitada y unilateral, tan alejada de la reflexión sobre el pathos
y del trato con el doliente. Yo confío en que la histeria y su desafío a los amos del
poder y de saber, empuje de nuevo el péndulo hacia el territorio del alma y del
diálogo con el alienado.
¿Qué balance haces de la aparición del DSM-III en 1980, y de su desarrollo a
través del DSM-IV?
Desde su nacimiento, la Psiquiatría se halla en un proceso de continua
refundación, en un esfuerzo permanente de reconocimiento y equiparación al
resto de especialidades médicas. A mi modo de ver, buena parte de esas
esperanzas se depositaron en el diagnóstico, esto es, en el establecimiento de
taxonomías basadas en signos objetivos. La historia del DSM, analizada desde
este punto de vista, es el intento de acreditación de la Psiquiatría como ciencia
médica, como una especialidad médica más. Comoquiera que en ese proceso se
ha incurrido en forzamientos y arbitrariedades, el resultado final resulta
paradójico: unos se sienten satisfechos de ver, por fin, cumplido el sueño de
Kraepelin, esto es, de haber transformado el pathos y la locura en enfermedades
mentales naturales; a otros, en cambio, nos llama la atención la falta de rigor
clínico y el exceso de intereses extraclínicos. En este sentido, en 1973, Akiskal se
refería al incremento de los diagnósticos de depresión como una
«seudoepidemia», una «moda» rayana en la esquizofrenia. Desde este punto de
vista, conviene leer el DSM-IV a la par que la novela Monte miseria, de Samuel
Shem.
La historia de los DSM es además la historia de la batalla contemporánea
contra el Psicoanálisis, pues son las categorías clásicas del Psicoanálisis y de la
clínica clásica (psicosis, paranoia, histeria, neurosis obsesiva, etc.) las que han
sido sacrificadas en aras de la cientificidad, pero a riesgo de convertir esas
taxonomías en un artificio tragicómico, en ciencia ficción. Mientras el DSM-I
(1952) y el DSM-II (1968) se nutrían de una reflexión psicodinámica, el primero
mediante la noción meyeriana de «reacción» y el segundo con las nociones de
«neurosis» e «histeria», la ideología de las enfermedades mentales arrasó todas
estas referencias con el DSM-III (1980). Esta taxonomía se debe sobre todo a
Robert Spitzer, un analista renegado. Su propósito era muy claro: describir
entidades naturales. Naturalmente, la osadía no llegó hasta el extremo de hablar
de «enfermedades mentales», término que se encubrió con el eufemismo
«trastornos mentales». De esta manera, Spitzer y el grupo de San Luis
pretendieron devolver definitivamente la Psiquiatría a la Medicina y ningunear
cualquier otra aportación que no encajara en el ámbito de la ciencia. Esa
estrechez de miras ha lastrado el progreso de la psicopatología y de la
terapéutica.
No creo haberme excedido lo más mínimo al enfatizar que la batalla
librada por los ideólogos del DSM-III y del DSM-IV se libraba contra el
Psicoanálisis. El propio Spitzer así lo escribió en 1985 (Archives of General
Psychiatry): «Debido a sus raíces intelectuales en San Luis en lugar de Viena y
con la inspiración proveniente de Kraepelin y no de Freud, el grupo de trabajo,
se consideró desde el inicio como alejado de los intereses de que aquellos cuyas
teorías y prácticas derivan de la tradición psicoanalítica».
Tampoco debe considerarse extremado el hecho de hablar de
artificialidad al analizar los criterios que subyacen en esa taxonomía. Basta con
informarse de qué tipo de intereses mediaron para extraer la homosexualidad
del catálogo de trastornos; o a qué intereses obedeció la creación del Trastorno
de estrés postraumático. En fin, la lista es muy amplia pero la ideología es
siempre la misma.
En el proceso de elaboración del DSM-V parece que se imponen criterios
dimensionales. Si la ampliación paulatina del número de trastornos ha
contribuido a menguar la responsabilidad subjetiva, haciendo del hombre
contemporáneo un ser cada vez más débil y dependiente, la «patologización»
del hombre mediante la extensión ilimitada de las categorías dimensionales
apunta en la misma dirección: cuantos más enfermos, más tratamientos, es
decir, más negocio. Qué lejos estamos de aquel mundo que nos precedió, en el
cual alguien como Séneca le escribía a su amigo Lucilio: «Te he prohibido
deprimirte y desfallecerte» (Carta 31).
Según parece, si en el DSM-V se impone esa visión dimensional y
continuista, la psicopatología seguirá perdiendo enteros. Cuanto más se
generalicen y extiendan los trastornos, cuanto más territorio se les adjudique,
mayor será la imprecisión. Bastará con dos o tres diagnósticos para encasillar a
todos los pacientes; quizá, con poner en todas las historias clínicas Trastorno
bipolar, sea suficiente. Esta tendencia recrudece dos problemáticas
tradicionales. En primer lugar, se desecha el criterio por excelencia de la
psicopatología: la distinción entre cordura y locura, es decir, entre neurosis y
psicosis. En segundo lugar, si el saber psicopatológico se ha construido
mediante el establecimiento de diferencias –en especial, la oposición de unos
tipos clínicos a otros y la discriminación de los signos morbosos–, el hecho de
meterlo todo en grandes sacos adecuados a los tipos de psicofármacos, no
parece que sea una apuesta por la Psicología patológica.
Tú que has estudiado los textos clásicos, ¿qué diferencias fundamentales
destacarías en las formas de expresión del sufrimiento mental desde entonces
hasta ahora? ¿Qué influencia te parece que tiene la cultura actual en la
expresión de la locura? ¿Qué nuevas demandas, qué nuevas patoplastias o qué
«nuevos» trastornos llaman tu atención y observas como especialmente
condicionados por los cambios socioculturales?
Estas preguntas son muy agudas, pero temo que mi contestación no esté a su
altura. Recientemente Fernando Colina y yo escribimos un amplio artículo, aún
inédito, titulado «Origen histórico de la esquizofrenia e historia de la
subjetividad», en el cual proponenos algunos argumentos favorables al origen
histórico de la esquizofrenia. En ese texto planteamos dos posibilidades a la
hora de analizar las variaciones del pathos a lo largo de la historia: una se centra
en los cambios que afectan a un trastorno concreto; otra, más amplia y
ambiciosa, pretende diferenciar entre aquellas alteraciones que han estado
presentes desde tiempo inmemorial (melancolía, excitación, paranoia, histeria,
fobia, obsesión, etc.) y aquellas otras que parecen haber surgido en determinado
momento histórico (esquizofrenia o automatismo mental). De la primera
hallamos en la histeria un ejemplo incomparable: un fondo de insatisfacción
intemporal e inmutable adquiere expresiones distintas en función de las figuras
del saber y del poder a las que se interpele. Respecto a la segunda posibilidad,
nos parece que la esquizofrenia (automatismo mental) tiene su origen en la
modernidad con la aparición y desarrollo de la ciencia y la jubilación de Dios,
hechos que produjeron una profunda transmutación de la subjetividad, cuya
expresión más reveladora son las voces (alucinaciones verbales).
Los textos de los autores del siglo XIX y primeras décadas del XX
describen cuadros que perviven hoy día, quizás de forma más atenuada en su
expresión. Digo quizás porque también puede ser que –más bien me inclino por
esto último- en la actualidad, merced al desarrollo de la psicopatología y del
Psicoanálisis estemos en condiciones de aprehender fenómenos muy sutiles
pero relevantes. Eso sólo es posible si se dispone de una lente, es decir, de una
teoría, que amplifique la escucha y la observación. Con todo esto voy al hecho de
que estamos en mejores condiciones, a la hora de diagnosticar una psicosis
discreta, por ejemplo, que las que tuvo en su tiempo Leuret cuando escribió
sobre la «locura lúcida».
Lo que acabo de apuntar es únicamente para resaltar que la escucha y la
observación son teórico-dependientes. Hoy disponemos de una teoría
psicopatológica muy superior a la que tuvieron nuestros clásicos. Pero también
es verdad que en la actualidad ni se observa ni se habla con los pacientes, como
sí se hacía entonces. A muchos especialistas se les podría imputar que «no ven
pacientes», más bien son los pacientes los que les ven a ellos a lo largo de la
mañana.
Como decía antes, estamos en un momento de la historia en el que se
tiende a la debilidad, la dependencia y la molicie. Filósofos, sociólogos y
psicoanalistas coincidimos en destacar la devaluación de las figuras de
autoridad, de esos referentes que han servido de guía a nuestros antepasados,
con todos los inconvenientes que eso acarreaba. En la época victoriana, en la
que vivió Freud, la neurosis era el resultado de la renuncia al goce. Los valores
sociales, el Otro social, promovían la renuncia a la satisfacción en aras de vivir
conforme a ideales virtuosos. Eso está muy bien, desde luego, aunque no resulta
tan evidente que nos haga más felices. A este respecto, parafraseando el título de
dos obras de Sade, podemos sacar a colación «las desdichas de la virtud» y «las
prosperidades del vicio», para señalar con ello que la renuncia y la asunción de
la civilización y de la cultura no garantizan la felicidad; tal es lo que propone
Freud en El malestar en la cultura: «El precio del progreso cultural debe
pagarse con el déficit de felicidad». Dicho en otros términos: cuanto más se
renuncia, cuanto más se quiere satisfacer al superyo, más exigente se vuelve
éste, como si de un glotón insaciable se tratara. Además, a mayor renuncia,
mayor culpabilidad; la liberación que cabría esperar de la renuncia no sólo no se
produce, sino que se recrudece la culpabilidad. Por eso evocaba el título de las
obras del Marqués de Sade. Pues, según este parecer, da la impresión de que los
más infelices son los buenos ciudadanos.
En la época de Freud, incluso la satisfacción debía ocultarse y estaba mal
visto mostrar de lo que uno gozaba. Hoy sucede todo lo contrario, como
desgraciadamente se comprueba al escuchar todos esos testimonios obscenos
que inundan la programación de la televisión. Sin embargo, aunque los tiempos
cambien y la expresión del pathos varíe, la pulsión está ahí, monótona y acéfala.
Y, como sabemos, la pulsión siempre consigue la satisfacción aunque no le
agrade al sujeto. Por eso Lacan, en Televisión, afirmó, de forma un tanto
provocativa, que, desde el punto de vista de la pulsión, «el sujeto es feliz».
Como es natural, en la clínica actual tiene especial importancia el tipo y
las maneras de gozar del hombre de hoy. Si algo caracteriza las formas de gozar
actuales es su alejamiento del lazo social. La división subjetiva, la falta, la
insatisfacción, esto es, la fuente del deseo parece obturada por el sinnúmero de
objetos de satisfacción de los que la técnica nos provee y renueva a diario;
objetos, al fin y al cabo, que funcionan como tapón de la castración pero que nos
hacen más débiles. Este hecho se observa con una claridad palmaria en el
terreno de las relaciones que establecen los jóvenes: al suprimirse el cortejo, la
seducción, es decir, el tiempo necesario para que la inquietud o la angustia
fragüe el deseo y le dé consistencia, lo que sobreviene es un paso directo al goce.
De esa forma, cuanto más se cortocircuita el deseo y el amor, cuanto más rápido
se accede al goce, mayor es la insatisfacción y la desesperación; por tanto, mayor
es el empuje a repetir ese tipo de comportamientos, entre cuyos resultados se
observa esa debilidad y molicie de la que hablaba.
Creo que ese tipo de goce autístico, ese dar la espalda al otro, está en la
base del aumento de los síntomas sociales, el consumo de drogas, las adicciones
a cualquier objeto o sustancia, las patologías del acto. Con razón, Lacan
denominó a esta época «la era del niño generalizado». Lo terrible es que por no
hacerse responsable de su goce, el sujeto tampoco inventa ninguna otra ruta de
satisfacción que pase por el otro y lo mantenga en el mundo saludable aunque
insatisfactorio del deseo.
Quizás por todo esto (la devaluación del Nombre-del-Padre y el auge de
las formas autísticas de goce), lo que escuchamos en las consultas contrasta, en
algunos casos, con los historiales clínicos de Freud. Da la impresión de que
muchos sujetos se mantienen permanentemente en la queja, sin construir un
síntoma consistente. Como sabemos, para tratarse y poder curarse es necesario
construir un síntoma y rectificar la posición subjetiva, esto es, asumirse como
sujeto que participa en el drama en el que se ha metido. En este punto hallamos
a día de hoy numerosas dificultades.
Por otra parte, junto a este tipo de sujetos, a diario nos encontramos con
las neurosis de siempre y con las psicosis que describieron los clásicos. Con
respecto a las formas de presentación de la psicosis, también se observa, me
parece, una atenuación de la expresión sintomatológica. Junto a la
esquizofrenia, la paranoia y la melancolía, cada vez tratamos más psicóticos
discretos o «normalizados», término que empleo a propósito puesto que
muchos de ellos se sostienen en una hipernormalidad que pasa desapercibida.
¿Piensas que el biologicismo, la concepción naturalista de las enfermedades
mentales, está ganando terreno en la Psiquiatría actual? En el momento
actual, ¿cómo valoras la dialéctica entre la patología de lo psíquico y la
Psicología de lo patológico, que en otro momento representaron la obra de
Kraepelin y la de Freud?
Sí, desde luego que ha triunfado la patología de lo psíquico, el positivismo y los
ideales naturalistas de las enfermedades mentales. Nosotros, por el momento,
hemos cedido mucho terreno en esta pelea desigual. En estas circunstancias,
nuestro compromiso con el Psicoanálisis, con la clínica stricto sensu, es el arma
más eficaz. Si queremos avanzar, es necesario que recuperemos, ampliemos y
mejoremos el lenguaje de la clínica. Hay tipos de síntomas, pero «hay una
clínica» –decía Lacan en «Introducción a la edición alemana de un primer
volumen de los Escritos»– que es anterior al discurso psicoanalítico. Nuestra
compromiso implica conocer esa clínica y desarrollarla. Pero nuestro progreso
se producirá en la medida en que seamos capaces de atender y de explicar lo
que no entra en el «tipo», es decir, lo que es más singular de cada uno.
Soy optimista. Lo manifestaba antes cuando comentaba que ya resuena
un cierto ruido proveniente del malestar ante la medicalización global y el canto
a la irresponsabilidad. Si la histeria frustró los sueños de compresión
alumbrados por la Medicina y la Neurología, si la histeria fue la puerta de
entrada a esa «otra escena» en la que se edificó el Psicoanálisis, también ella
terminará por poner en un brete a este nuevo amo del saber y del poder. Porque
basta con que haya una figura que se arrogue un saber o que tenga a gala
ostentar un poder, para que el sujeto histérico le demuestre su impotencia.
Tú has reivindicado la participación y responsabilidad del loco en su locura.
¿Puedes comentarnos algo al respecto? ¿Cómo te parece que esto se traduce en
la manera de tratar a los pacientes psicóticos?
Los pacientes psicóticos están locos pero no son tontos. Tenemos razones
basadas en la clínica para defender la participación y responsabilidad del loco
en su locura. Los psicóticos son más rigurosos que nosotros. Por eso, cuando se
trata de la responsabilidad subjetiva, es frecuente que ellos la reclamen. Los
ejemplos al respecto son numerosos, pero conviene tener presente el de Louis
Althusser, tal como lo narró en su autobiografía El porvenir es largo.
Considerar que el sujeto es responsable, esté o no loco, es confiar en su
capacidad de reequilibrio. Por supuesto, no estoy hablando de la
responsabilidad penal; eso es asunto de la Justicia. La responsabilidad subjetiva
es la condición necesaria de cualquier tratamiento psíquico. ¿De qué se ha de
curar alguien que no tiene ninguna relación con lo que goza o sufre?
Se trata de un asunto ideológico, por supuesto. Si echamos una mirada a
la historia de la clínica, comprobaremos que Pinel confiaba en la curación de los
locos, razón por cual se las ingeniaba como podía con el tratamiento moral. Si
confiaba en la curación era porque consideraba al alienado como un loco
parcial, de manera que la alienación jamás se apoderaba completamente de él,
ni siquiera en los momentos más álgidos de la locura maníaca; así se expresa en
el Traité médico-philosophique sur l'aliénation mentale ou la manie, cuando
escribe a propósito de un enfermo: «[…] gozaba, por lo demás, del libre ejercicio
de su razón; aún durante sus paroxismos, respondía directamente a lo que se le
preguntaba, sin advertirse ninguna incoherencia en sus ideas, ni señal alguna de
delirio, y conocía íntimamente incluso todo el horror de su situación, […]». De
manera que para Pinel siempre había un grano de razón en el alienado, por eso
confiaba en que se podía curar. Con la implantación del modelo de las
enfermedades mentales, la locura parcial es negada y con ello se recrudece el
nihilismo terapéutico. Freud recupera todos esos aspectos (la locura parcial y la
responsabilidad del loco) cuando propone su tesis sobre el delirio como intento
de reequilibrio.
Considerar a un sujeto responsable es dotarlo de capacidad de responder
o de rendir cuentas de sus decisiones y sus elecciones, de sus actos y sus dichos,
lo que implica que puede poner cuidado a la hora de decidir, pues él es el único
dueño. Con los locos este asunto tiene especial interés porque, como ya decía,
son especialmente rigurosos. El que las cosas no importen o que por una vez se
pueda transigir, todo ese barullo con el que nos entrampamos los neuróticos le
resulta al loco despreciable, falto de dignidad y de rigor. Lacan, en su tesis
doctoral, mostró con mucha precisión los efectos salutíferos del castigo y la
asunción de la responsabilidad subjetiva. Tan bien le sentó a Aimée esto que,
cuando Lacan fue a visitarla a la cárcel después de intentar acuchillar a la actriz,
ya no deliraba; el delirio había caído y sollozaba.
Por otra parte, es necesario tener en cuenta que cuando algún loco mata o
lo intenta no lo hace por estar loco, sino porque a su patología mental se asocia
también la maldad, ese kakon del que hablaron hace ochenta años, entre otros,
Jacques Lacan, Paul Guiraud y Constantin von Monakow; pero ahí estamos en
el terreno de la ética. La psicopatología y la patología ética no van siempre
juntas. Los psicóticos, como cualquiera, pueden ser malos o buenos, listos o
tontos.
2. … AL PSICOANALISTA LACANIANO
¿Qué te llevó al Psicoanálisis? ¿Por qué la opción de una formación lacaniana?
¿Cómo te formaste como psicoanalista? ¿Quiénes fueron tus maestros?
¿Cuáles son tus autores de referencia?
Entré en el Psicoanálisis por la puerta grande: estaba angustiado y consulté con
un analista. Antes de esto, como discurso, el Psicoanálisis ya me interesaba y
había leído sobre todo a Freud. Me gustaba estudiar y me interesaba la locura,
así que me relacionaba con algunas personas que me aproximaron a los círculos
psicoanalíticos lacanianos. Desde los veinte años comencé a frecuentarlos; en
esos años, aún no había terminado la Licenciatura. Lacan causaba un atractivo
poderoso en nosotros. Además de la fascinación que me produjo un escrito suyo
titulado «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis»,
lo que más me gustaba de Lacan era la actualización que realizaba de Freud y las
múltiples referencias al mundo de la cultura, la filosofía, la lingüística, la
antropología, las matemáticas y la topología. Eso, junto con la omnipresente
reflexión sobre la locura y las amistades que fueron surgiendo, me reafirmaron
en mi opción inicial.
De mi formación psicoanalítica lo más importante fue el análisis con
Vicente Palomera. Sin ese análisis creo que no hubiera llegado a ser lo que
quería ser. También estudié, me licencié y me doctoré. Pasé muchas horas en lo
que entonces se llamaba la Biblioteca Freudiana de Barcelona. Durante años fui
a casi todas las actividades, a diario. Era el centro de mi vida. En el aprendizaje
de la clínica psicoanalítica me ayudó mucho los tres años de la Sección clínica de
Barcelona, por entonces situada en la Clínica Quirón. Yo ya vivía en Valladolid,
pero viajaba de continuo para analizarme y asistir a la docencia de la Sección
clínica.
Además de Freud y de Lacan, al psicoanalista que más leo es a Jacques-
Alain Miller. Admiro su capacidad de transmitir de forma rigurosa y sencilla las
cuestiones más enrevesadas. No sé qué habría sido del Psicoanálisis lacaniano
sin Miller. Soy poco amante de lo rebuscado. Por eso leo y escucho a Miller.
En cuanto a los maestros, considero a Fernando Colina mi maestro. Lo
fue y lo sigue siendo. Antes de conocerlo en persona, lo había leído. Con él
coincidí en la pasión por la locura. Quiso el destino, ayudado por mi empeño,
que termináramos trabajando juntos. Desde hace casi veinte años, en el Centro
de Salud Mental, tenemos las consultas separadas por un tabique. Colina es
para mi un maestro a la vieja usanza, alguien a quien se respeta, con quien se
dialoga y a quien se tiene por amigo. Me ha enseñado muchas cosas sobre los
locos, sobre la cultura antigua y, sobre todo, reanima mi pasión por el saber.
¿Cuál te parece que es la importancia de Lacan en la historia del
Psicoanálisis? ¿Podrías resumirnos cuáles son, según tu criterio, las
aportaciones fundamentales de la obra de Lacan?
Como decía anteriormente, de todas las contribuciones que Lacan ha realizado
al Psicoanálisis la mayor es, en mi opinión, su actualización a las problemáticas
del hombre de nuestros días. Durante años, Lacan enseñó y escribió sobre los
textos freudianos. A partir de los años sesenta, con el Seminario Los cuatro
conceptos fundamentales del psicoanálisis, Lacan suelta de la mano a Freud y
comienza a inventar. A partir de entonces, Lacan se vuelve cada vez más
lacaniano. Su enseñanza gira una y otra vez sobre sus propios conceptos, los
enfoca desde perpspectivas distintas y los enriquece. El énfasis que otrora había
puesto en lo simbólico cede paulatinamente terreno frente a lo real, desde
donde formaliza el grueso de sus aportaciones: el objeto a, el sinthome, el goce y
la clínica borromea.
En el ámbito de la técnica, la práctica de las entrevistas preliminares y las
sesiones de tiempo variable, su doctrina de la transferencia como Sujetosupuesto-
saber o la interpretación como medio-decir bajo la forma del enigma o
la cita son aspectos característicos de la clínica lacaniana. Desde un punto de
vista general, Lacan ha aportado una reflexión muy novedosa sobre el estatuto
del analista, la naturaleza de su deseo, la lógica que sostiene su posición y la
ética en la que se afirma su acto, el acto analítico.
En el terreno de la psicopatología, de una concepción estructural según la
cual existen tres estructuras clínicas, cada una de ellas definida por un
mecanismo genérico, el último Lacan dio una vuelta de tuerca con la clínica de
los nudos. Si con la clínica estructural se proponía una perspectiva discontinua,
esto es, una independencia entre neurosis, psicosis y perversión, con la clínica
borromea se avista una visión continuista, en la cual la pregunta apunta a
indagar qué es lo más particular de cada uno y qué es lo que permite a
determinado sujeto mantenerse equilibrado o reequilibrado. Desde este punto
de vista, Lacan se interesó por James Joyce y dedicó uno de sus último
Seminarios (El sinthome) a averiguar si estaba loco o, para ser más preciso, a
desentrañar qué es lo que le permitió a Joyce no desencadenar una psicosis
clínica.
Desde luego, la obra de Lacan es inseparable de la investigación de la
psicosis y el trato con el loco. Sus grandes aportaciones, en especial las que
atañen al goce y lo real, derivan de la clínica de la locura. En este sentido se
puede afirmar que la perspectiva lacaniana se nutre sobre todo de la enseñanza
de los locos y de las experiencias de la psicosis.
¿Qué texto o qué textos recomendarías (de Lacan o de otros autores ) a alguien
que desee introducirse en la obra de Lacan?
Conforme a lo que acabo de apuntar, a los que estén interesados en la locura les
recomiendo comenzar con el Seminario Las psicosis. Así lo hago con los
residentes. En él se encuentran numerosas referencias a la clínica clásica, a la
función del delirio y, a medida que se suceden las lecciones, Lacan comienza a
dar forma a su noción de forclusión del Nombre-del-Padre. Naturalmente, ese
Seminario está inspirado en las dos obras sobre la psicosis más importantes que
se han escrito. En primer lugar, Hechos memorables de un enfermo de los
nervios, del profesor de psicosis Paul Schreber; en segundo lugar, los
comentarios que Freud le dedicó en sus Puntualizaciones psicoanalíticas sobre
un caso de paranoia… A quienes no les mueve el interés por la psicosis, les
propongo que lean el Seminario Las formaciones del inconsciente, a la par que
El chiste y su relación con lo inconsciente, de Freud; a partir de los comentarios
sobre el famillonario, el Seminario va dando forma a la lógica de la castración y
la significación del falo, culminando con nueve lecciones antológicas sobre el
deseo y la demanda en las neurosis.
Creo que para introducirse en la obra de Lacan, el mejor libro que se
puede recomendar hoy día es Introducción a la clínica lacaniana (Gredos,
2006), de J.-A. Miller. Esta obra se puede completar con los tres volúmenes del
mismo autor, recientemente publicados con el título Conferencias porteñas
(Paidós, 2009-10). Para los interesados en la psicosis, es muy útil el libro de
Jean-Claude Maleval La forclusión del Nombre del Padre (Paidós, 2002); para
los que quieran adentrase en cuestiones técnicas, antes que cualquier otro, el
libro de Domenico Cosenza Jacques Lacan y el problema de la técnica en
psicoanálisis (Gredos, 2008) satisfará con creces su curiosidad y les aportará
unos sólidos fundamentos del quehacer psicoanalítico.
¿Cómo ha evolucionado el Psicoanálisis lacaniano desde la muerte de Lacan?
La obra de Lacan está en continuo movimiento. La mayor parte de sus
Seminarios no se había editado mientras Lacan vivía. Eso implica que, a medida
que se editan, son objeto de estudio pormenorizado. Las líneas fundamentales
de la orientación lacaniana derivan de la enseñanza de Miller, en especial del
Curso que año tras año dicta en París; asimismo, de los distintos Encuentros
internacionales del Campo freudiano.
En el momento actual existe un gran interés por desarrollar las últimas
contribuciones relativas al síntoma desde la perspectiva real, es decir, la que
sirve al goce; al enfatizarse esta perspectiva, ceden terreno otras, como la
relativa al sentido del síntoma y su desciframiento. De una u otra forma, en el
fondo, todos los lacanianos tratamos de dar alguna solución a la articulación
entre lo simbólico y la libido, entre el inconsciente y la pulsión. Estos son, en fin,
los dos grandes pilares –la sexualidad y las formaciones del incosciente– en los
que Freud asentó su doctrina; la cuestión es cómo se articulan.
Como decía antes, en el momento actual resulta decisivo que sepamos
cómo conjugar los dos grandes modelos de Lacan, el de las estructuras clínicas y
el de la clínica de los nudos. La tendencia a desechar lo antiguo y abrazar lo
nuevo es muy tentadora. Pero en este caso hay que tomarse un tiempo y
comprobar cuánto da de sí la nueva clínica de Lacan, la cual sólo barruntó, a
diferencia de la clínica estructural, que alcanzó un completo desarrollo.
¿Han influido otras aportaciones y escuelas en su desarrollo (del Psicoanálisis
lacaniano) de manera significativa?
Cualquiera que lea los Seminarios o los escritos de Lacan comprobará que son
continuas las referencia a otros psicoanalistas, de quienes comenta sus casos o
sus textos. Creo que Melanie Klein, pese a las notables divergencias, le ha
servido de inspiración, en especial en la noción de imago y en el carácter
posterior de la formación del yo con respecto a la relación de objeto.
Así como Klein parece haberle influido e inspirado, los desarrollos de
Anna Freud y los de la Ego psychology se hallan a una considerable distancia de
Lacan. En cualquier caso, su referencia omnipresente fue Freud. Sus reflexiones
siempre se inspiraban en Freud, a quien volvía una y otra vez.
¿Qué autores actuales de orientación lacaniana destacarías?
Por encima de cualquier otro, a Jacques-Alain Miller. Aprecio mucho también
las aportaciones de Serge Cottet, precisamente por ese toque freudiano que
atesoran y que tanto me gusta. En materia de psicosis, leo con gusto a Jean-
Claude Maleval y a François Sauvagnat; también a Colette Soler.
Entre los colegas de habla hispana, aprecio como docentes y
conferenciantes a Manolo Fernández Blanco y a Vicente Palomera. Leo con
agrado a Miquel Bassols, escriba sobre el tema que sea, porque me gusta su
estilo expositivo. Cuando tengo que preparar algún texto o conferencia, suelo
consultar lo que ha escrito sobre ese particular Vilma Coccoz. Mi amigo Pepe
Eiras me ha enseñando muchas cosas; tiene un don especial para la clínica y
nunca doy nada a la imprenta sin que él lo haya leído. Chus Gómez también me
ilumina, en nuestras continuas conversaciones, sobre la buena posición para
escuchar y hablar con los locos. Del otro lado del Atlántico, admiro en especial a
Roberto Mazzuca.
¿Qué autores (psicoanalistas) no lacanianos te interesan más?
Me interesa Winnicott, desde luego. De los más antiguos, Abraham, también
algunas cosas de Ferenczi; Tausk me parece muy sagaz. Por mi inclinación hacia
a la psicosis, además de los estudios de Federn, he estudiado cuanto se ha
escrito en el entorno de la Chesnut Lodge, en Rockville, Maryland, en especial a
Harry Stack Sullivan, Frieda Fromm-Reichmann y Harold Searles.
Naturalmente, entre la formación que impartimos a los residentes, una
parte importante consiste en el estudio de las grandes contribuciones de los
psicoanalistas. Les solemos recomendar, cuando empiezan, que lean los
historiales clínicos de Freud y las Conferencias de introducción al psicoanálisis,
además del Tratado de psiquiatría de Henri Ey o Los estudios psiquiátricos.
Les resulta muy útil al principio, lo que motiva de continuo comentarios y
debates, el libro de Jean Bergeret La personalidad normal y patológica.
Cuando van avanzando, fuera del ámbito lacaniano, solemos debatir sobre los
estudios de Kohut (el que prefiero es Los dos análisis del Sr. Z), Kernberg (sobre
todo Desórdenes fronterizos y narcisismo patológico), y Melanie Klein y sus
estudios sobre las posiciones esquizo-paranoide y depresiva.
¿Para cuándo el segundo volumen de Fundamentos de psicopatología
psicoanalítica?
Lo siento. No habrá un segundo volumen. Fue un esfuerzo tan inmenso que no
quiero repetir. No deseo de ninguna manera consumir las noches y los días
mirando una pantalla de ordenador y desatendiendo otros asuntos ahora más
importantes. Han pasado ya unos años, pero aún recuerdo que quedé tocado del
esfuerzo. Fueron cuatro años en los que no había más que Fundamentos…
¿Cuál te parece que es la especificidad de la teoría lacaniana sobre la
psicopatología de la psicosis?
De manera sintética, lo primero que se puede decir, en mi opinión, es que la
doctrina lacaniana se inspira de manera directa en la experiencia psicótica. Sus
conceptos más originales, en especial el goce y lo real, derivan de ahí. Además,
las aportaciones de Lacan al conocimiento de la psicosis están perfectamente
articuladas con la clínica clásica; de hecho, constituyen la explicación por
excelencia a las descripciones realizadas por los grandes nombres de la
psicopatología.
Dicho esto, dentro del pensamiento lacaniano se pueden distinguir dos
grandes modelos nosológicos. El primero se articula en referencia a las
estructuras clínicas, es decir, los invariantes universales en los que se expresa el
pathos; el segundo, arraigado en una perspectiva más nominalista, tiende a
despejar la esencia peculiar de cada sujeto, lo que le es más particular.
Con respecto a las estructuras clínicas o «estructuras freudianas» –como
las denominó Lacan–, es necesario señalar que ellas (neurosis, psicosis y
perversión) se conforman en función de mecanismos psíquicos específicos
(represión, Verdrängung; forclusión, Verwerfung; renegación, Verleunung). A
mi manera de ver, se trata de una concepción psicopatológica muy original,
tanto en sus vertientes nosológica como nosográfica. En ella se define los
trastornos psíquicos como organizaciones estables y precozmente cristalizadas.
En ningún caso se trata de una concepción determinista, al estilo de las
enfermedades mentales que suceden sin contar con el sujeto. Por el contrario, la
elección y la ejecución del mecanismo genérico depende del sujeto, el cual
pretende enfrentar la castración echando mano de una defensa que conformará
su organización psíquica de forma definitiva. Por tanto, en esta concepción se
encumbra la responsabilidad subjetiva, de una manera tal que la clínica y la
ética constituyen aspectos hermanados e indisociables. Al respecto resulta
ejemplar la afirmación de Lacan, tomada de la intervención «Acerca de la
causalidad psíquica» (1946), en las Jornadas psiquiátricas de Bonneval, en la
que situó la causalidad de la locura en relación a «una insondable decisión del
ser».
En lo que atañe a la psicosis o estructura psicótica, ese mecanismo
defensivo genérico, específico e inherente es la Verwerfung o forclusión, del
cual surgen las distintas variantes o tipos clínicos: paranoia, esquizofrenia,
melancolía y excitación, además de las psicosis normalizadas o discretas y las
psicosis que permanecen sin desencadenar. La raigambre freudiana de estas
consideraciones es evidente. El propio Freud había observado, a propósito del
Hombre de los Lobos, lo distinta que era la defensa ante la castración cuando el
mecanismo empleado era la Verdrängung (represión) o cuando era la
Verwerfung (rechazo radical): «eine Verdrängung ist etwas anderes als eine
Verwerfung», es decir, «una represión es otra cosa bien distinta a un rechazo».
También Freud explicita de qué manera, al fracasar la defensa, se produce un
retorno de lo que se reprimió o rechazó (forcluyó); eso está ya en sus primeras
contribuciones psicopatológicas, esas obras maestras que nos acercan a la
trastienda de la subjetividad. En el primero de sus escritos sobre las
neuropsicosis de defensa (1894), ya advierte que el psicótico emplea una
modalidad defensiva mucho más enérgica y radical, la cual consiste en que el Yo
desestima o rechaza (verwirft) tanto la representación intolerable como su
afecto, comportándose como si esa representación jamás hubiera comparecido.
La opción de esta defensa tan radical implica el refugio en la psicosis: «El yo se
arranca de la representación insoportable con un fragmento de la realidad
objetiva, y en tanto el yo lleva a cabo esa operación, se desase también, total o
parcialmente, de la realidad objetiva».
Si dedico tantas palabras a esto es porque le atribuyo más importancia
que a los posteriores desarrollos. Estos últimos, ni siquiera habrían sido
intuidos de no ser que la locura (y la neurosis) se hubiese considerado el efecto
de una defensa accionada por el sujeto.
Con todas estas mimbres y otras provenientes de la lingüística de las
formaciones del inconsciente, Lacan asoció la Verwerfung al significante
Nombre-del-Padre, de manera que lo característico de la psicosis es la
forclusión del significante Nombre-del-Padre, pilar en el que se asienta el
registro simbólico.
Aunque lo expondré de forma apresurada, de estos rudimentos se pueden
extraer las características de este modelo clásico de psicosis elaborado por
Lacan en los años cincuenta, en el cual se explican con suficiente hondura los
fenómenos prodrómicos, las coyunturas del desencadenamiento y la
estabilización (sobre todo la que se consigue mediante el trabajo delirante); en
este modelo, los trastornos del lenguaje adquieren un valor patognomónico en
la semiología del cuadro clínico. En primer lugar, se trata de un modelo basado
en la discontinuidad, esto es, en que existe un antes y después de la crisis o
desencadenamiento. En segundo lugar, este desencadenamiento, sobrevenido
por el fracaso de la metáfora paterna, implica un nuevo reajuste de los tres
registros de la experiencia subjetiva (Simbólico, Imaginario y Real),
desencadenamiento que se produce en coyunturas vitales muy particulares en
las que se pone de relieve el fracaso del Nombre-del-padre, su inconsistencia
radical. En tercer lugar, previamente al desencadenamiento, el clínico puede
advertir –en ocasiones de forma muy clara– la presencia de ciertos fenómenos
elementales, los cuales indican el trasunto psicótico de ese sujeto y dan pistas
sobre el tipo de locura que pudiera llegar a desarrollar. Por último, siguiendo el
paradigma de la psicosis de Schreber, el delirio aporta (o puede aportar) una
función de reequilibrio y estabilización.
De manera gráfica, este modelo estructural de psicosis –en mi opinión, el
más potente que se ha elaborado por cuanto conjuga a la perfección la
semiología clínica con la doctrina explicativa– puede representarse con la
metáfora del taburete al que le falta una de sus patas; Lacan lo menciona en el
Seminario III: Las psicosis. El sujeto puede permanecer sentado, es decir,
estable de por vida, para lo cual se fuerza a adoptar algunas posturas un tanto
rígidas e incómodas; pero cuando se le presenta una coyuntura un tanto
delicada, lo que suele suceder es que se desequilibre y caiga. Partiendo de esta
imagen, se pueden situar algunos de los conceptos antes expuestos: hay algo
esencial para el equilibrio del sujeto que falta de entrada (el significante del
Nombre-del-Padre); sin disponer de ese significante, el sujeto puede
mantenerse estable echando mano de determinados forzamientos
(identificaciones imaginarias, síntomas fóbicos y conductas de prevención,
amplificación de la parafernalia obsesiva y control ritualizado de la vida, etc.);
pero cuando el sujeto se enfrenta a una coyuntura comprometida (noviazgo,
relación sexual, paternidad, vicisitudes laborales, etc.) en la que necesariamente
tiene que servirse de esa pata ausente (ese significante fundamental), se
produce una desestabilización o desencadenamiento, un antes y un después en
su existencia.
El modelo borromeo es distinto, como ahora intentaré mostrar. En todo
caso, antes conviene aclarar lo que entendemos por nudo borromeo y la utilidad
que nos dispensa. Se trata de un nudo constituido por tres aros enlazados de
una forma tal que, si se separa cualquiera de ellos, los otros dos se sueltan al
instante; tomado de la topología combinatoria, Lacan asimiló sus tres registros
(Simbólico, Imaginario y Real) a esos aros anudados que, en tiempos, habían
servido de blasón a la familia Borromi. Una primera comparación del nudo de
tres aros con la metáfora del taburete (imágenes que pueden servir al
principiante para introducirse en la lógica de estos modelos) nos indica que este
segundo modelo parece destinado a mostrar la gran variedad de tipos de
consistencia o equilibrio que pueden darse en los sujetos, las múltiples
posibilidades de que un sujeto con una falla en el anudamiento Real-Simbólico-
Imaginario pueda mantenerse equilibrado (sin desencadenar una psicosis), por
ejemplo mediante la creación de un cuarto nudo, esto es, la invención de un
síntoma, por ejemplo.
El modelo en cuestión corresponde a las últimas elaboraciones de Lacan
y entraña ciertas complicaciones pues está aún en fase de desarrollo. Estas
complicaciones son evidentes si se tiene en cuenta que, a diferencia de la locura
ejemplar de Schreber, la inspiración proviene en este caso de Joyce. A diferencia
de la gran psicosis schreberiena y de la solución delirante que construyó, la
locura de Joyce es muy discreta y el remedio que encontró es tan particular que
sólo le sirvió a él. Se trata de un modelo continuista en el que se enfatizan las
distintas modalidades de reequilibrio o suplencia. En este caso, el determinismo
de lo simbólico, con el Nombre-del-Padre a la cabeza, es desplazado en favor del
goce, de las formas singulares de gozar. De esta manera se pone el acento en los
casos raros, los inclasificables, los que están en las fronteras, en los límites o en
los litorales, esos casos que, frente a los grandes locos de siempre, pasan
desapercibidos porque son locos que no lo parecen.
De la clínica de las estructuras a la de los nudos se produce un
importante cambio doctrinal. Este cambio se puede sintetizar, aún pecando de
precipitación, de la siguiente manera: hasta los años ’70 Lacan consideraba que
R-S-I, los tres registros de la experiencia, se mantenían unidos y articulados,
cada uno con sus características, bajo el predominio de lo simbólico; a partir de
ahí, propone que esas tres dimensiones más que solidarias son discordantes, de
manera que pueden anudarse aunque no es necesario que se anuden. Así, la
investigación psicopatológica se enfoca a averiguar qué hace que determinado
sujeto permanezca equilibrado, qué tipo de anudamiento le permite mantenerse
más o menos estable, qué función estabilizadora le aporta determinado síntoma
o apoyatura. En fin, esta clínica borromea implica una atención muy especial a
la relación entre el cuerpo (imaginario), el verbo (simbólico) y el goce (real), a
las distintas posibilidades de que estos tres registros permanezcan anudados
entre sí o mediante otros nudos suplementarios.
Se trata, por tanto, de una clínica más sutil y discreta si se la compara con
los grandes tipos clínicos descritos por la psicopatología clásica y explicados por
la clínica de las estructuras. A mi manera de ver, este modelo de los nudos podrá
adquirir la consistencia teórica y la utilidad clínica que tiene la clínica
estructural sólo si conseguimos dotarlo de una semiología clínica que permita
aprehender, clasificar e interpretar las experiencias que el sujeto trasmite en sus
dichos.
Tú has desarrollado un modelo unitario de psicosis, expuesto tanto en La
invención de las enfermedades mentales como en Estudios sobre las psicosis.
¿Podrías decirnos algo de él, aunque sea muy brevemente? ¿Puedes decirnos
algo de las nociones en las que se basa, nociones que has investigado en los
últimos años: ¿Certeza? ¿Discontinuidad? ¿Fenómenos elementales? ¿Polos de
la psicosis? ¿Función del delirio?
Los modelos psicopatológicos deben supeditarse al trato con el doliente y
ajustarse al rigor de las expresiones del pathos. Según esto, a un psicoanalista le
conviene elaborar una Psicología patológica que le posibilite intervenir,
mediante la palabra, en el malestar. Eso implica, también cuando se trata de la
psicosis, que el sujeto no quede abolido por la enfermedad, es decir, que
conserve, aún estando loco, su responsabilidad y disponga de la capacidad de
rectificar o de maniobrar en el drama que ha construido. Por tanto, el modelo
apropiado, el que conviene a la terapéutica psíquica, es el de la locura parcial,
esto es, el que encumbra al sujeto en la posición de agente de su locura y, por
ello, también lo considera agente y participante de su curación.
El modelo que planteo en el último capítulo de La invención de las
enfermedades mentales es el resultado una larga elaboración. Quien lo lea con
atención se dará cuenta de que se inspira en la locura del Dr. Schreber; de ahí
surgen los aspectos esenciales: la discontinuidad, la certeza, el fenómeno
elemental, la función estabilizadora del delirio y la visión unitaria de la psicosis.
Es un caso tan ejemplar que contiene prácticamente todo el repertorio de
experiencias psicóticas. Pero lo más importante que aporta su magisterio, tal
como Freud descubrió, es que es el propio sujeto Schreber quien maniobra y
realiza cada movimiento, sea para precipitarse en el abismo o para trabajar
delirando en pos de su restablecimiento.
Soy partidario de la discontinuidad porque es lo que observo en mis
pacientes. Siempre hay un antes y un después, una crisis o ruptura, sea en la
esquizofrenia o en la paranoia. De ello nos advierten algunos autores clásicos
con todo lujo de detalles, por ejemplo Lasègue al describir los delirios de
persecución. Desde un punto de vista lógico conviene distinguir dos tiempos en
la edificación de cualquier psicosis: el primer tiempo se concreta en el vacío de
significación o experiencia enigmática; el segundo se caracteriza por las
distintas respuestas que el sujeto perplejo pueda construir.
Ahora bien, ¿qué es lo genuino de la locura? Desde luego, si hay algo
inherente a la locura es la certeza; más aún, una certeza que no se puede
compartir, de ahí gran parte de la soledad esencial del psicótico. Nietzsche, en
Ecce homo, lo dice con rotundidad cuando afirma que no es la duda la que
vuelve loco al hombre, sino la certeza; y lo mismo podemos extraer de las
palabras del Premio Nobel John Forbes Nash, uno de los más destacados
profesores de psicosis: «Me sentía como un profeta que vagaba solo por el
mundo, alguien que tenía una gran verdad que transmitir pero que no
encontraba ningún interlocutor».
La trabazón de la psicosis y la certeza se pone de relieve no sólo en los
grandes fenómenos, como la alucinación o el delirio, sino también en los más
discretos o elementales, es decir, en ese conjunto de manifestaciones
minimalistas que nos orientan en el diagnóstico y en la dirección de la cura.
Tanta importancia le concedo a la certeza, sea como axioma del delirio o como
experiencias de certeza, que me atrevería a calificar de «psicóticos» a aquellos
sujetos que han experimentado, experimentan o pueden llegar a experimentar
determinadas vivencias genuinas e inefables, todas ellas caracterizadas por una
certeza que no pueden compartir con nadie y que comanda todos los
movimientos de su vida. Si se admite este supuesto, una comunidad de
experiencias conjuntaría todas las posibles formas de presentación de la
psicosis, sean clásicas o actuales, más locas o más discretas, lo parezcan o no lo
parezcan.
Podemos preguntarnos también a qué se debe que alguien pueda albergar
dudas o creencias, mientras que algunos sujetos, en determinados ámbitos de su
experiencia, están bajo la égida de la certeza. Por supuesto, esos hechos guardan
una relación consustancial con el mecanismo que los origina, la Verwerfung o
forclusión; de ahí deriva esa cualidad de ser vividas como reales, verdaderas,
referidas y ensambladas al sujeto. Es necesario tener presente que del
mecanismo de la Verwerfung surgen dos dimensiones que actúan de forma
sincrónica: por una parte, el sujeto no se reconoce autor de eso que rechaza de
forma radical; por otra, esas representaciones que no han entrado en el proceso
de la simbolización le retornan, siendo experimentadas como proviniendo de
otro lugar pero aludiéndole, pues al fin y al cabo son sus propias
representaciones. En ese sentido se puede afirmar que todas las experiencias de
la certeza son testimonios de primera mano o efectos primigenios del
mecanismo causal que constituye la estructura psicótica.
También de Schreber deriva la concepción de los polos de la psicosis. En
síntesis, propongo que se puede entrar en la psicosis por varias puertas:
melancolía, paranoia o esquizofrenia. En muchas ocasiones, con algunos
pacientes a los que conocemos bien, sabemos incluso la puerta por la que
entrarán en la locura: cuando prevalecen los fenómenos elementales del tipo de
la autorreferencia enfermiza, lo más seguro es que el sujeto abra la puerta de la
paranoia, puesto que ya existe un Otro detrás de las experiencias de
autorreferencia; en cambio, los fenómenos de fragmentación del pensamiento y
ruidos en el cuerpo, es decir, todos los fenómenos del Pequeño Automatismo
clérambaultiano, ya nos advierten de que, si se abre alguna puerta, esa será la de
la esquizofrenia o automatismo mental.
Paul Schreber, el profesor de psicosis, me inspira también para proponer
una concepción unitaria de la psicosis, esto es, la posibilidad de transición de un
polo a otro, de que el psicótico que busca reequilibrarse pueda desplazarse por
las distintas polaridades que permite la estructura. Esta concepción es contraria
a la visión de las enfermedades mentales como entidades independientes, al
estilo de Kraepelin. También se opone a aquellas propuestas favorables a la
Einheitspsychose (psicosis unitaria), como la de Griesinger o la de Llopis,
porque en ellas es el organismo el que determina la causa, la evolución y la
terminación de la enfermedad. En el fondo, con este proyecto trato de alentar la
confianza en el loco y en las posibilidades que tiene, a menudo con ayuda, de dar
con algún tipo de estabilización. Estoy de acuerdo en que existen locos más
esquizofrénicos, otros más paranoicos y otros más melancólicos. Desde luego,
así es. Pero el modelo de las enfermedades psicóticas independientes me parece
demasiado rígido y limita las opciones del sujeto; es un modelo determinista en
el que el sujeto sólo cuenta en tanto que pasivo.
Por otra parte, me parece más acorde con los hechos clínicos el modelo
de los polos de la psicosis y la concepción unitaria de la psicosis. Partiendo de
esa referencia, podemos explicarnos las numerosas variaciones y transiciones
que se sucedan en el curso de la psicosis entre los polos del humor y de la razón,
o viceversa, sin tener que recurrir a ese engendro psicopatológico llamado
«patología dual». Por lo demás, la perspectiva unitaria favorece y consolida el
binomio esencial de cualquier proyecto psicopatológico, es decir, la oposición
entre neurosis y psicosis. También permite adoptar una distancia prudente
respecto a la proliferación de nosografías demasiado apresuradas y cambiantes,
las cuales, más que suponer un progreso, indican la confusión reinante y los
intereses extraclínicos que hay detrás.
Este tipo de concepciones facilita además una mejor aprehensión de la
estructura en su conjunto, al tiempo que perfila las posibles oscilaciones
comandadas por cada sujeto particular entre los polos de la razón (esquizofrenia
y paranoia) y del humor (melancolía y excitación). Schreber, como decía, es el
gran abanderado de la psicosis única: entró en el mundo de la locura por la
puerta de la melancolía, pero se recuperó; al cabo de unos años, presentó un
brote esquizofrénico en toda regla, de cual paulatinamente se reequilibró
mediante un delirio paranoico. En fin, me parece más fiable y riguroso Schreber
que Kraepelin.
Tu libro "La invención de las enfermedades mentales" termina con estas
palabras:
“El análisis del delirio nos enseña que detrás de esas ideas, tan
raras como amadas, alguien bracea para aferrarse a la vida.
‘Nadie por sí mismo tiene fuerzas para salir a flote –escribió
Séneca-. Precisa de alguien que le alargue la mano, que le
empuje hacia fuera.’ Nuestro cometido consiste en tenderle la
mano e indicarle la buena dirección adonde dirigir sus
esfuerzos.”
¿Puedes explicitar más estas últimas palabras? ¿Cuál te parecen que deben ser
los objetivos de un psicoanalista al tratar a un paciente psicótico?
Con la cita de Séneca me proponía señalar varios aspectos. En primer lugar,
enfatizar que dentro de cada psicótico existe un sujeto que trabaja con ingenio
para restaurar el universo existencial que se ha hecho pedazos con la entrada en
la locura. En segundo lugar, reafirmar que el quehacer autoterapéutico del loco
requiere, a menudo, de la presencia y compañía de un clínico que dirija y
module esas tentativas. En tercer lugar, la mano que les tendemos a los
náufragos de la locura, la transferencia, es con diferencia el agarradero más
consistente a partir de cual dirigir las operaciones de rescate. Por último, al
evocar a Séneca he querido mostrar la intemporalidad del drama humano,
donde la locura es su fracaso más estrepitoso.
Por lo demás, el tratamiento psicoanalítico de la psicosis es un asunto
que está en plena renovación e invención, aunque ya disponemos de cierta
experiencia y conocemos mejor las características de la estructura psicótica.
¿Qué puede hacer un psicoanalista con un psicótico?
A esta pregunta no puedo responder de una forma sistemática, echando mano
de un Vademecum ad hoc. Espero, algún día, terminar un proyecto en el que
estamos empeñados Pepe Eiras y yo, un libro sobre el tratamiento psicoanalítico
de la psicosis. Por el momento me limitaré a ciertos apuntes.
Considero que un psicoanalista puede intervenir en la psicosis de
múltiples manera, no sólo mediante un tratamiento propiamente psicoanalítico.
Los analistas que trabajamos en instituciones sabemos que nuestras
intervenciones no se limitan al especio de la consulta. Muchas veces son más
decisivas las que suceden en el pasillo, en la sala de espera, en la calle o las que
se atienden por teléfono. De entrada, el psicoanalista debería de estar lo
suficientemente formado como para saber qué es lo que le conviene a tal sujeto
en determinado momento, es decir, qué tipo de intervención realizar de acuerdo
con la coyuntura y la situación subjetiva del paciente. A veces se consiguen
estabilizaciones duraderas dando la puntada en el desgarrón que conviene. No
es más que eso.
Trato con un hombre adulto desde hace más de diez años, alguien que
vino a consulta empujado por toda la familia. Se sentaron frente a mí, él, su
mujer y los hijos. Me dijo que su mujer bebía, que estaba muy insoportable, que
no le dejaba dormir por los ruidos que hacía con las botellas. Mientras decía
esto, la mujer y los hijos me hacían gestos para indicarme que eso era falso, que
quien estaba enfermo era él. Así y todo, le eché un bronca sonora a la mujer
delante de todos y la recriminé sobre la bebida. Salieron todos consternados de
la consulta, excepto él, a quien recomendé que viniera a verme y que más valía
que él tomara el tratamiento psicofarmacológico si quería dormir y
tranquilizarse. Volvió al cabo de dos semanas y era otro. Estaba apaciguado,
volvía a pasear por las calles, entraba de nuevo en los bares, le llevaba la compra
a la mujer. En fin, nada de aquel delirio relacionado con su cónyuge. Lo que no
se explicaba era cómo, tomando él las pastillas, le hacían efecto a la mujer, que
había dejado de beber y ya no era una borracha. Algo de su goce insufrible
relativo a la mujer se había atenuado y reubicado. Sólo eso, ya no deliraba
porque no necesitaba delirar.
A lo que estamos obligados cuando tratamos con locos es a conocer los
movimientos y posibilidades que permite la estructura psicótica y las
experiencia inefables del psicótico. También, es necesario que estemos al tanto
de la inversión característica de la transferencia psicótica, lo que debe contribuir
a contrabalancear la propensión hacia la erotomanía o persecución de la
transferencia del loco. Asimismo, nuestras intervenciones deben tomar el
camino contrario al de la búsqueda de sentido o de significaciones ocultas; más
bien, se orientan hacia un vaciado y relativización.
Mencionando únicamente estas apreciaciones, se advertirá que estamos
en las antípodas del tratamiento clásico de los sujetos neuróticos. Así es, ni
echamos mano de la interpretación ni del diván, ni siquiera del Sujeto-supuesto-
Saber de la transferencia, pues si alguien sabe, si alguien tiene una certeza, ese
es el psicótico; muchas veces no somos más que «secretarios del alienado»,
como decía Jean-Pierre Falret y Lacan teorizó.
Debemos, además, asumir un compromiso distinto, seguramente más
estrecho y consistente, pues para el psicótico la presencia del analista (del
clínico) es asunto de vida o muerte. Pensemos al respecto cuántas veces alguno
de nuestros pacientes nos llama por teléfono, sin decir una palabra, sólo para
asegurarse de que estamos vivos, con lo cual su vida deja de estar en riesgo. En
verdad, hace falta un cierto arrojo y mucho entusiasmo para tratar con locos.
Pues de los psicóticos que hoy hemos atendido por primera vez, muchos de ellos
se jubilarán con nosotros; siempre y cuando ellos nos consideren a la altura,
claro.
Otros no, entran y los dejamos ir porque así lo creemos conveniente. En
este último supuesto entra un hombre de unos cuarenta años al que recibí en
una ocasión en el Centro de Salud Mental, remitido por el cardiólogo, quien no
veía gran cosa que explicara sus dolores, «aunque algo tenía, pero sin
importancia». Ese hombre no tenía ningún interés en hablar conmigo, pero me
pareció evidente que hablaba un «lenguaje de órgano» característico de la
esquizofrenia. Le recomendé que volviera al cardiólogo porque, como él decía,
«algún día darán con lo que me pasa». Llevaba años así y supuse que seguiría de
la misma manera, en ese equilibrio que le aportaba la tendencia asintótica.
¿Acaso podía hacer yo algo más efectivo que ese remiendo que él ya se había
fabricado?
Desde luego, lo que buscamos con el psicótico es favorecer algún invento
que sirva de estabilizador, cosa que muchas veces está muy alejado del sentido
común o de lo que la familia y la sociedad esperan. Una de las cosas más
complicadas, que lleva mucho tiempo aprender, es averiguar no sólo qué hace
enfermar a tal sujeto sino qué le hace reequilibrarse. En este punto son muy
necesarias las entrevistas preliminares, sean cuantas sean; resulta
imprescindible hacer una buena «historia de su vida», como dicen los alemanes,
de manera que podamos saber algo de lo que a ese sujeto le estabiliza y algo de
lo que le desestabiliza. Esas son dos claves esenciales para indicar la dirección a
seguir o para bordearla.
Por lo demás, es obvio que con el psicótico no vale la pena cuestionar su
certeza. Pero sí vale la pena cuestionarle acerca de cómo sabe él eso, que es muy
distinto a poner en tela de juicio su convicción. Es también evidente, cuando se
tiene cierta experiencia, que hay delirios que van bien y otros que sólo añaden
más horror. Los que van bien, esto es, los que contribuyen a la estabilidad son
sobre todo de dos tipos: unos procuran un aplazamiento –a veces indefinido–
de la realización de esa violencia esencial del Otro; otros son los tendentes a la
consecución de algún tipo de reconciliación, entendimiento o pacto con el
perseguidor, salutífero resultado que consiguen algunas creaciones delirantes,
como la conseguida por Paul Schreber.
Con respecto al uso de psicofármacos (neurolépticos) en el tratamiento
de la psicosis, naturalmente estoy a favor, siempre y cuando se usen
adecuadamente y procurando administrar las dosis mínimas posibles, asunto
que más vale pactar con el loco cuando está a la altura del rigor que le
suponemos. Los neurolépticos desempañan una labor importante en los
momentos críticos, pero cuando se emplean en el marco de un análisis, sobre
todo deben favorecer que el paciente pueda hablar y relacionarse mínimamente.
Como son tranquilizantes mayores, esos medicamentos contribuyen a reducir la
angustia. Por lo que parece, los neurolépticos son más eficaces cuanto mayor y
más grande es la fragmentación inducida por el brote esquizofrénico, es decir,
con las formas de psicosis dominadas por la xenopatía del lenguaje y del cuerpo.
No puede decirse lo mismo de la melancolía delirante o de la paranoia, tipos de
psicosis asentadas en un axioma delirante al que el fármaco no hace la menor
mella. Por otra parte, es necesario tener presente que los neurolépticos inducen
en ocasiones una desvitalización tan profunda, que el sujeto, deprimido
severamente, se encuentra en riesgo de un paso al acto suicida. El psicopatólogo
sabe muy bien que esos estados depresivos no son una nueva enfermedad que
sobreviene a la paranoia o a la esquizofrenia, una patología dual; sabe muy bien
que no son el curso natural de la psicosis. Por el contrario, sabemos con claridad
que arrasar la capacidad de pensar mediante drogas repercute, de forma directa,
en esa profunda desvitalización.
En las Unidades de Rehabilitación se usan a menudo programas
cognitivo-conductuales destinados a la realización de tareas, pues a falta de
deseo, al psicótico se le quiere poner en marcha a base de cometidos.
Posiblemente ahí ese tipo de terapéuticas tenga su interés. Pero me resulta
difícil imaginar un terapeuta cognitivo-conductural dirigiendo el tratamiento de
un psicótico.
¿Qué papel te parece que debe jugar la atención a la familia del paciente
psicótico en tratamiento y cómo entiendes que debe ser esa atención?
No tengo experiencia en ese campo. Lo que pueda decir al respecto son
vaguedades sacadas de algunas lecturas.
3. …AL CLÍNICO COMPROMETIDO CON LA ASISTENCIA PÚBLICA
¿Cómo ves la evolución de los equipamientos de salud mental públicos en tu
comunidad? ¿Hasta qué punto los enfoques economicistas y los criterios de
gestión están interfiriendo en el trabajo clínico?
Lamentablemente es así. Los Centros de Salud Mental, la Unidades de
Hospitalización, de Rehabilitación, los Hospitales y Centros de Día, las
Comunidades terapéuticas, en fin, cualquier dispositivo está a merced de la
Administración; eso como mal menor, porque cuando la financiación es
privada, las cosas no suelen pintar bien. En nuestra Comunidad hemos vivido,
en mi opinión, una época dorada. A medida que los equipos de salud mental
maduraron en experiencia, la relación con los médicos de Atención primaria
(fuente de la mayor parte de derivaciones a los C.S.M.) fue agilizando nuestro
trabajo: se seleccionaba mejor las derivaciones; el uso que ellos hacían de los
psicofármacos era muy correcto y sólo cuando los pacientes no mejoraban tras
un primer tratamiento, nos los remitían a Atención especializada. Por otra
parte, estábamos en contacto telefónico directo, con el médico de guardia y los
psiquiatras de hospitalización. Bastaba levantar el teléfono y decir: «Fulano, te
envío a Mengano porque tiene un subidón terrible. Sería mejor ingresarlo.
Llámame más tarde y me dices». La mayoría de nosotros conocíamos a casi
todos los pacientes, porque llevábamos muchos años trabajando en los mismos
sectores, y casi todos somos funcionarios de carrera, con lo cual había una gran
estabilidad de las plantillas.
Creo que la reforma psiquiátrica logró aquí cotas muy elevadas de eficacia. Pero
las cosas cambiaron hace unos años, cuando se reestructuraron las áreas
sanitarias y cerraron el manicomio Villacián. La Unidad de hospitalización se
trasladó al nuevo Hospital Universitario Río Hortega. No sé cómo la
Administración no se da cuenta de que un loco no es alguien que tiene que estar
encamado, sino que necesita espacio. En el manicomio, los ingresados jugaban a
futbolín, fumaban, veían la tele o salían al patio; el que estaba un poco
hipomaníaco, echaba unas carreras y tan a gusto. Cuando hace unos meses se
realizó el traslado de los ingresados del Villacián al nuevo Hospital, un paciente
nuestro, el primero en llegar a las nuevas instalaciones, dijo: «Esto está muy
bien, pero no para nosotros, los locos. Esto está bien para que curen cuando te
haces una herida o si te tienen que quitar una verruga».
Afortunadamente no estamos muy presionados, como sucede en otras
Comunidades, con el uso de protocolos, tiempos de citas, duración de consultas.
Yo hago lo que me parece mejor con cada paciente; es lo que lo hacemos la
mayoría. Hay pacientes que vienen sin cita, cuando tienen una urgencia
subjetiva; pasan varias veces a la semana, a veces ni siquiera entran en la
consulta, te ven por el pasillo, te saludan, ven que estás por allí y se van tan
tranquilos. Por naturaleza soy poco amigo de protocolos. Lo hago a mi estilo,
pero jamás me ha parecido que desatiendo o atiendo peor por no ritualizar mi
forma de trabajar. De momento la Administración no nos ha atornillado
demasiado, cosa que agradecen los paciente. Hace poco, una enfermera que vino
a sustituir a la nuestra para poner los neurolépticos depot, dijo, un poco
asustada: «Estos enfermos están todos muy locos. Nunca había visto a los
psicóticos hablar tanto. Del Centro que vengo, pasan el tiempo en silencio y
están todos atontados».
¿Qué presencia tiene el Psicoanálisis en la asistencia pública de tu comunidad?
Como he dicho antes en varios momentos, el Psicoanálisis tiene aquí una fuerte
impronta en la sanidad pública. Es el principal referente en nuestras prácticas y
el modelo fundamental a transmitir a los estudiantes y residentes de Psicología
Clínica y Psiquiatría. Me atrevería a decir que el último bastión del Psicoanálisis
en las instituciones sanitarias somos nosotros. Pero ya no estamos tan solos.
Con ese movimiento que llamamos La Otra Psiquiatría, un grupo de amigos
que trabajamos en instituciones públicas, estamos reconquistando terreno…
¿Cómo te parece que se puede cuidar la salud mental del equipo de salud
mental, en particular los que se dedican a atender a pacientes psicóticos?
Todos sabemos que la calma de los manicomios es proporcional a la
tranquilidad de quienes allí trabajan; en los Centros de Salud Mental sucede
algo parecido, aunque a menor escala. Nosotros, en ninguno de los Servicios,
participamos en grupos o reuniones destinadas a serenarnos. ¿Qué hacemos?
Yo amo lo que hago; en realidad sólo hago lo que quiero. Hablamos, hablamos
mucho de los pacientes, mientras tomamos un café, cuando vamos de viaje; la
locura y los pacientes forman parte de nuestras vidas, están incorporados a
nuestra familia. Cuando Colina y yo salimos con los residentes, lo habitual es
hablar de tal o cual paciente, al que últimamente le pasa algo que acabamos de
entender. Ese es nuestro principal tema de conversación; el nuestro y el de los
residentes.
En la asistencia pública catalana se están desarrollando Programas sobre
atención y prevención a las psicosis incipientes. Si los conoces, ¿qué opinión te
merecen?
Nosotros no aplicamos ese programa. En mi opinión, el diagnóstico de psicosis
antes de una crisis psicótica siempre puede dar lugar a engaños. Por otra parte,
es cierto que el conocimiento de la microfenomenológía clérambaultiana y todo
ese pequeño universo de fenómenos elementales que anteceden el brote, dan
muchas pistas. Pero hay que andar con cuidado y ser prudentes.
Trataré de explicarme. La mayor seguridad respecto a un diagnóstico de
psicosis la proporciona la crisis, su huella de identidad. Cuanto más nos
alejamos de ese momento álgido, mayor es la posibilidad de equivocarnos. Un
clínico experimentado no suele errar en este tipo de diagnósticos, siempre y
cuando existan manifestaciones genuinas de psicosis, tal como las acredita la
semiología clínica.
El caso es que también sabemos que hay muchas psicosis cuyas
manifestaciones son discretas, incluso dan la impresión de una
«hipernormalidad». Aquí las cosas comienzan a complicarse. Se necesita mucha
experiencia y estar bien orientado por la teoría; eso es lo fundamental. También
mucha experiencia se requiere para darle a determinado fenómeno raro el rango
de fenómeno elemental psicótico. Eso implica un amplio conocimiento de la
semiología, a la que de continuo debemos contribuir. En el momento actual,
nuestro reto consiste en traducir a la semiología clínica las rarezas (respecto al
cuerpo, al lenguaje y a la relación con los otros) de muchos sujetos que nos
consultan hoy día.
Pero hay que ser extremadamente cautos. Si no lo somos, acabaremos
viendo psicóticos por doquier. Estoy totalmente en contra de la generalización
del diagnóstico de psicosis y de ampliar sus fronteras. Todas las categorías de
nuestra clínica son artificiales. Los límites los colocamos a conveniencia, en
unos casos a conveniencia de la observación y de la teoría, en otros a
conveniencia de la industria o las compañías de seguros. Por eso quiero llamar
la atención sobre ese tipo de programas, porque pueden estar al servicio de
intereses espurios. Si no recuerdo mal, hace tres lustros comenzó una campaña
de ese tipo en EE.UU y Australia, donde dos de los más potentes laboratorios
que comercializan neurorolépticos quisieron hacer el agosto promocionando la
detección temprana de psicóticos, a los que inmediatamente se ponía en
tratamiento médico. Este es el problema. Por tanto, si estamos del lado de los
locos, debemos ser sumamente cautelosos para situarnos a la altura de su rigor.
Por último. Tú tienes una importante trayectoria como editor. Últimamente
has publicado junto a Fernando Colina y Ramón Esteban una colección de
textos clásicos de psicopatología, Los alienistas del Pisuerga, en la Editorial
Ergon. Los tres primeros números son: 'Las locuras razonantes', de Paul
Sérieux y Joseph Capgras; 'Delirios Melancólicos: Negación y Enormidad',
que contiene una selección de textos de Jules Cotard y una monografía
completa de Jules Séglas; y 'Memorias', de Emil Kraepelin. ¿Cúal es el próximo
libro de la colección? ¿Qué nuevos proyectos editoriales tenéis?
Dentro de un par de semanas se publicará La histeria antes de Freud, con textos
de Gilles de la Tourette, Briquet, Charcot, Lasègue, Falret, Colin, Kraepelin,
Bernheim y Grasset. Como todos los de esta colección, se trata de una edición
crítica con múltiples anotaciones a pie de página y una amplia introducción. El
próximo año nos hemos comprometido a la edición de dos volúmenes más:
Enrico Morselli (Manual de semiótica de las enfermedades mentales) y Jules
Séglas (Lecciones clínicas).
Me gustaría, para despedirme, mostraros mi agradecimiento y desearos
suerte para el cabal desarrollo de esta revista electrónica. Me llena de
satisfacción comprobar cómo las cuatro ideas que tengo, convertidas en libros o
expuestas en conferencias, pueden alcanzar alguna resonancia. Pero me
satisface más darme cuenta de que han sido entendidas en los justos términos
que me animaron a lanzarlas al aire. Por eso, os muestro mi gratitud por esta
entrevista. A veces, de lo que se escribe en soledad obra el milagro de la
compañía.
Libros publicados por José Mª Álvarez:
Estudios sobre las psicosis, Grama, 2008.
La invención de las enfermedades mentales (edición revisada y
ampliada), Gredos, 2008.
Fundamentos de psicopatología psicoanalítica (junto a Ramón
Esteban y François Sauvagnat ), Síntesis, 2004.
Libros publicados en la colección Los alienistas del Pisuerga de la Editorial
Ergon:
Las locuras razonantes de Paul Sérieux y Joseph Capgras
Delirios Melancólicos: Negación y Enormidad de Jules Cotard y
Jules Séglas
Memorias de Emil Kraepelin
La histeria antes de Freud de Gilles de la Tourette, Briquet, Charcot,
Lasègue, Falret, Kraepelin y otros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario